Dolor y Gloria (2019)

Pocos logros más notables para un cineasta que el de ser reconocido por su estilo; por la forma en la que construye sus imágenes; o por el tratamiento que da a sus temáticas narrativas. Para ejemplificar esto recurriré a un ejemplo evidente pero significativo de nuestros tiempos: ¿cuántos segundos de metraje bastan para reconocer una película de Wes Anderson? Independientemente de si nos guste o no su estilo, ese logro, reservado apenas para un puñado de cineastas, entraña también un gran riesgo: el de la repetición.

Con más de veinte películas bajo el brazo, resulta imposible pensar que Pedro Almodóvar nunca se ha repetido, y que su inconfundible estilo replicado una y otra vez por cineastas alrededor del mundo (ahí va otro ejemplo contemporáneo evidente: Manolo Caro) no le ha representado hasta cierto punto la atadura a un molde predecible y reiterativo. Sin embargo, tras una mala racha de películas puramente almodovarianas en aspecto, pero carentes de inventiva y potencia emocional, Dolor y gloria representa la permanencia estilística del director manchego en su zona de confort, y el retorno a sus más inspirados momentos de poeta de lo cotidiano.

La historia de un director que tras la muerte de su madre es incapaz de reencontrarse con el proceso creativo, es el vehículo mediante el que Almodóvar se vierte a sí mismo en pantalla con una franqueza absoluta. Libre de las cadenas de la vanidad que suelen aprisionar a los directores jóvenes, Almodóvar se presenta en Dolor y gloria como objeto de estudio, exponiendo desde sus múltiples padecimientos físicos –que le sirven de excusa para crear un bello interludio sobre la melancolía poética que se hermana con la destrucción del cuerpo– hasta la enumeración de sus miedos más profundos, encarnados en el evento físico de la muerte de su madre.

Almodóvar curiosamente se filma a si mismo en la carne de Antonio Banderas (lo que nos hace pensar que tal vez las cadenas de la vanidad en el director español no han cedido del todo), sin embargo la elección resulta inmejorable, ya que Banderas, gracias al proceso de intensa reflexión personal que emprendió tras haber sufrido un infarto, consigue atenuar en un esfuerzo actoral delicado y sutil todo rastro de la intensidad sexual y física que lo caracterizaba, para entregarnos la personificación de un Almodóvar evidentemente ficcionado, pero cargado en todo momento de ese halo de veracidad que sólo las grandes ficciones consiguen engendrar.

Agua, anestesia o heroína, según sea el caso, son los catalizadores de estados de conciencia alterada mediante los que Almodóvar recuerda el paupérrimo pero esperanzador devenir de su infancia, mientras intenta reencontrarse emocional y creativamente con el actor de su primera gran película, a quien no ha visto en años y con el que busca asistir al reestreno del filme que los hizo famosos a ambos. Es a partir de esa sencilla premisa que Almodóvar elabora un sentido homenaje a los eventos fundacionales de su vida, partiendo de sus primeros escarceos con el deseo –en donde ensambla uno de los despertares más hermosos y potentes de la sexualidad infantil que yo haya visto en una pantalla de cine–, los amores de su juventud y su proceso creativo, hasta aterrizar en ese presente de vejez consagrada, que le permite reflexionar sobre la soledad, sobre la pérdida, y sobre el único pilar verdaderamente sólido de su vida: su madre.

Y es así como Dolor y gloria se revela como una especie de proceso fílmico de sanación personal, en el que el cineasta español más mediático de la actualidad se despide amorosamente de su juventud, y de esa madre que por momentos nos remite al vínculo proustiano, eternamente umbilical, del pequeño cuyo mayor placer es escuchar unos zapatos de tacón subir por la escalera en anticipación del beso nocturno. La idolatría absoluta a la madre sobre la que se sostiene todo, la madre que tiene la fuerza de cargar en brazos a su hijo y a los huesos de su esposo alcohólico; la madre que disfraza su tosquedad con despliegues de un humor ácido que no es otra cosa mas que la última frontera de la franqueza; la madre que intuye algo especial en su hijo y lo empuja, sin saber bien para dónde, pero lo empuja, maravillándose después por una brillantez que no logra comprender. Almodóvar se despide de todo aquello y se filma a sí mismo despidiéndose, con ese último gesto de Banderas frente a la cámara, casi imperceptible, que nos revela que esta es la primera vez que Almodóvar no ha hecho una película para el público. La ha hecho para él.

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