Comprender y diseccionar el oficio del escritor es una apasionante tarea que en todo momento pasa por entender, o al menos imaginar, el funcionamiento del cerebro: almacén supremo de nuestras experiencias, comandante de nuestra personalidad, y caja negra donde se ocultan, algunas en capas más superficiales y otras en profundísimos rincones, todas las piezas que conforman ese etéreo que constituye la esencia de lo que somos.
Un profesor francés de literatura, tras pedirle a sus alumnos que entreguen un relato, se percata de que uno de sus jóvenes estudiantes tiene “el don de la escritura”. El chico, bien parecido pero hasta cierto punto introvertido, escribe unas cuartillas sobre su relación de amistad con un chico de la clase al que ayuda a estudiar, haciendo una incisiva descripción de la casa, la familia y sobre todo de la madre del supuesto amigo.
El profesor, interesado por el relato cuyo final había quedado abierto, decide motivar al joven escritor, impulsándolo a continuar la escritura del mismo. Sin embargo, conforme las entregas se suceden, el maestro comienza a ver que el chico, obsesionado con la madre de su amigo, ha penetrado por completo su vida hogareña, desdibujándose entonces los límites entre la moralidad y la amoralidad del proceso creativo.
La idea, mezcla de Reprise, de Joachim Trier y Teorema, de Pasolini, resulta a primera vista interesante, sin embargo, la oportunidad de Ozon para jugar con los personajes de la obra de Mayorga, de forma que pudiera explorar la atractiva premisa desde un enfoque que se antojaba extremadamente perturbador, se escapa por completo cuando, tras una brillante construcción de la tensión narrativa, el filme aterriza en un vergonzoso cúmulo de conceptos cliché sobre el proceso creativo del escritor, jugando incluso con tintes de comedia, ya no se sabe si voluntaria o involuntaria, que terminan por dinamitar completamente la cinta.
Desperdiciadas quedan las estupendas actuaciones de Fabrice Luchini como el profesor de literatura, Kristin Scott Thomas como el objeto del deseo, y el prometedor Ernst Umhauer como el precoz, perturbado y manipulador escritor, cuyas obsesiones voyeuristas quedarán mermadas por el final aleccionador del filme.
Digno de rescatarse es el trabajo que hace Jérôme Alméras tras la cámara, aprovechando al máximo el look minimalista de obra teatral, y proponiendo encuadres de gran interés especialmente en la segunda mitad del filme, cosa que sin duda alguna ayuda a soportar la torpe conclusión de la película.
No cabe duda de que Ozon es un director interesante, sin embargo, la forma en la que aborda un tema tan rico como la creación literaria, al que con la misma premisa se le podían haber sacado infinidad de aristas interesantes, es, por decir lo menos, decepcionante. Un tropiezo, curiosamente para muchos un acierto, en la carrera de un director al que, estoy seguro, le veremos cosas mejores.