Coco (2017)

Pocos vocablos más ambiguos tiene el lenguaje español como la palabra “cultura”, cuyos alcances y complejidades se han multiplicado en el entorno geopolítico actual al grado de que casi cualquier intento teórico por definirla o delimitarla acaba naufragando en la inabarcabilidad del término. Sin embargo, a través de la experiencia personal, cada ser humano desarrolla una definición individual de cultura que de forma tal vez infundada pero tajante busca delimitar las fronteras de su idiosincracia, y definir los alcances de ese nacionalismo que irremediablemente va de la mano de la identidad cultural. Es dentro de ese cúmulo de definiciones personales donde encontramos los puntos comunes de una cultura, y las nociones patrióticas generales, encabezadas por el paradigma que dicta que es imposible que un extranjero consiga sintetizar o definir con éxito a nuestra cultura sin pertenecer a ella.

Es precisamente por esto que Coco –la más reciente apuesta cinematográfica de la poderosa casa productora animada Pixar– representa una apuesta profundamente arriesgada, sobre todo si tomamos en cuenta la delicada coyuntura política en la que se estrena. Conseguir que los espectadores mexicanos acepten con gusto una película filmada por representantes del país que más encono les tiene, y que además tiene el atrevimiento de intentar definir a una de sus mayores festividades culturales, suena como una tarea imposible. Sin embargo el resultado, aunque le pese a los historiadores y puristas que hablan de los “mil errores” de la cinta, ha tenido una abrumadora respuesta positiva gracias a su virtuoso despliegue visual, y sobre todo a una efectividad narrativa que Pixar no había mostrado tal vez desde la encantadora Ratatouille.

Anclada en la noción de indestructibilidad de la familia nuclear mexicana –cliché que no por ser cliché deja de tener una fuerte carga de veracidad– la trama de Coco relata las aventuras de un niño que desea ser músico pero crece en una familia que se lo prohíbe debido al recuerdo de la afrenta familiar perpetrada por su tatarabuelo: un reconocido cantante ranchero que abandonó a su familia para perseguir la fama. La suerte del muchacho cambia cuando durante el día de muertos decide robar la guitarra de su tatarabuelo, abriendo sin querer un portal hacia el mundo de los muertos, y debiendo encontrar al célebre músico para obtener su bendición y poder regresar al mundo de los vivos.

El director estadounidense Lee Unkrich construye un filme cuya pasmosa habilidad para manipular las emociones del espectador está cimentada en el planteamiento de una historia que abreva de los melodramas clásicos del cine mexicano, repitiendo sus patrones con la inteligencia suficiente para desechar los clichés que podrían antagonizar a los espectadores mexicanos (Coco y Speedy Gonzalez tienen pocas cosas en común) y conservar los detalles finos que conectan con la identidad cultural del mexicano del siglo XXI, que a su vez le permiten al espectador establecer un vínculo con la idiosincracia de los personajes y pasar por alto la falta de “veracidad” del remix mitológico de Pixar, que por otro lado sirve en su espectacularidad para maravillar a todos aquellos que ignoran, por ejemplo, que los alebrijes son una invención del siglo XX y no un conjunto de animales mitológicos mexicanos.

Un cúmulo de brillantes voces mexicanas dan vida a cada uno de los personajes del filme (vi la versión doblada para ahorrarme el spanglish), dentro de las que destaca el trabajo de Gael García, Marco Antonio Solís, Alfonso Arau, el pequeño Luis Ángel Gómez Jaramillo en el papel protagónico, y la escritora Elena Poniatowska como la casi monosilábica pero entrañable abuelita Coco. Voces que conducen al espectador por uno de los despliegues visuales más espectaculares en la historia de Pixar, que presenta varias secuencias dignas de enmarcar –véase el cruce al mundo de los muertos por el puente de pétalos de cempazúchitl, el prólogo de papel picado, o la caída al cenote.

Entrañable resulta el reencuentro del protagonista infantil con sus raíces familiares en el mundo de los muertos, y la agilidad con la que Unkrich combina los elementos de acción con el melodrama, culminando el metraje con un giro argumental ante el que resulta imposible contener las lágrimas. Cuando termina la película y secamos con disimulo nuestros ojos nos percatamos de que hemos sido víctimas de una manipulación emocional ejecutada con virtuosismo. Nada de qué avergonzarse. ¿No es acaso eso el cine?

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