Dentro de sus similitudes con el cine, el teatro es poseedor de algo que éste jamás podrá reproducir. La sustitución de una pantalla bidimensional por una escenografía casi palpable, el eco del sonido emanado de objetos reales, y las voces de un conjunto de hombres que, a diferencia de los proyectados en un haz de luz, son falibles, generan en la audiencia una tensión única, cuya reproducción en una proyección fílmica es definitivamente imposible.
La cámara, manejada de forma extraordinaria por Simone Zampagni, sigue todo el desarrollo artístico por el que debe pasar Fabio Cavalli, director de teatro italiano, para año tras año montar una obra con los reos de la prisión de máxima seguridad de Rebibbia, en Roma. El proceso, documentado al más puro estilo del cinéma vérité mediante una filmación en blanco y negro, se encuentra permanentemente imbuído con la dramática situación del grupo de actores criminales, los cuales, al abandonar los ensayos de la representación teatral, deben lidiar con los fantasmas de un pasado tormentoso y lúgubre, que, de forma inevitable, termina incorporándose a la experiencia interpretativa de sus shakespeareanos papeles.
El drama no es sólo escénico, los hermanos Taviani mezclan las secuencias planteadas por Shakespeare con el día a día de los ensayos, siempre impregnados con la sombra de los intensos conflictos morales de los presos, dotando al cúmulo de escenas que se ven en pantalla con una impresionante riqueza de subtextos y capas emocionales, las cuales llegan a estallar en momentos de tensión tan brutales que es imposible discernir si fueron preparados por los Taviani o un mero acto de glorioso azar.
Ahí está Bruto, en el patio central de la cárcel, hablándole al pueblo de Roma que, enardecido, desde las celdas modernas que dan al descampado, ve el cadáver de César inmóvil. Bruto habla, grita, quiere justificar el asesinato de César, quiere que toda Roma se entere que lo hizo por su bien, que el megalómano ha muerto, que la gente necesita ser escuchada. Los reos gritan, gritan enardecidos ante el espectáculo, son la muchedumbre, son la Roma encarcelada y en sus voces sólo se escucha la palabra libertad. La escena en sí es para ponerse de rodillas, pero, a lo largo del filme, aún hay mucho más.
Cesare deve morire, ganadora del Oso de Oro en el festival de Berlín, es una experiencia irrepetible, un acercamiento completamente moderno, arriesgado y alejado de sentimentalismos baratos, producto de la enorme experiencia creadora de los hermanos Taviani, que de no ser, en parte por el duro trabajo de los reos, y en parte por el siempre maravilloso azar, podría haber dado como resultado un completo fracaso. Para fortuna del espectador, el filme no sólo triunfa completamente, sino que queda como una de las más grandes cintas italianas del siglo XXI.