La pantalla se ilumina con un plano que parece intencionadamente despojado de toda belleza compositiva. La cámara, completamente fija, enfoca la intersección de dos calles donde se yergue una casa tan ordinaria como la toma con la que Michael Haneke convierte a su público en un voyeur que ignora lo que debe ver, pero que gradualmente se convertirá en parte activa de la brutal historia escondida en Caché.
La familia, ese núcleo social que Haneke disecciona con paciencia y maestría a lo largo de toda su filmografía, vuelve a asumir un papel protagónico en Caché, esta vez con la forma de un letrado matrimonio francés en el que el esposo, brillantemente interpretado por Georges Laurent, es el conductor de un show de crítica literaria que maneja su vida con la pasividad que provoca la rutina y la aceptación del destino, mientras que su esposa, una perfecta Juliette Binoche, pasa el tiempo organizando tertulias literarias para sus bohemias amistades.
La aparición de un paquete con un dibujo infantil en el que se ve una cara escupiendo sangre y una grabación en la que se muestra el exterior de la casa familiar durante horas, desata la paranoia de la pareja que verá, con entendible pavor, cómo surgen una tras otra nuevas cintas que irán guiando al protagonista masculino por un lúgubre proceso de reflexión en el que se enfrentará al resultado de sus acciones.
Haneke, en su papel de filósofo, sociólogo y soberbio cineasta, construye un relato terrible sobre las desastrosas consecuencias de acciones que podrían considerarse inocuas, pero sobre todo acerca del brutal impacto que tiene la educación en el desarrollo integral del ser humano y el inevitable elitismo del sistema de enseñanza occidental tradicional.
Reminiscente en su desarrollo narrativo y visual a The Seventh Continent, película que puso a Haneke en el mapa fílmico y que es una de las obras más deprimentes que he tenido la desgracia de ver, Caché es un magistral relato en el que, al más puro estilo del director alemán, se plantean un sinfín de incógnitas de las cuales algunas se resuelven con una sutileza magistral y otras se dejan al aire para que sea el espectador el que, en su papel de voyeur, dicte la sentencia final y ponga en claro los conceptos de la historia.
La oposición de Haneke a un cine que utilice secuencias de violencia sin sentido o sexo escandaloso para atraer público está más vigente que nunca en Caché, donde la infidelidad es apenas un gesto que depende totalmente de la calidad histriónica del elenco y la violencia un monstruo que se contiene lo más posible hasta que, de forma completamente justificada, estalla en la pantalla como un grotesco Pollock.
Pocos discreparían ante la afirmación de que Michael Haneke es uno de los directores contemporáneos más relevantes. Un descarnado y sobrio poeta que para su desgracia no conoce la risa, pero que es capaz de engendrar personajes que ubican al espectador en una gran casa de espejos, en la que se verá a si mismo de forma distorsionada pero siempre presente, compartiendo las miserias de su cotidiana existencia pero sobre todo gozando de un cine perfecto.