No hace falta mas que ver lo que he escrito con anterioridad sobre Woody Allen para notar que no es santo de mi devoción. Su eterna neurosis, sus reiterativos conflictos existenciales de café de La Condesa, sus “homenajes” (plagios) a Ingmar Bergman, su obsesividad por sacar un filme cada año, apostando por la cantidad en vez de por la calidad, y esos diálogos de metralleta que se desdoblan en un evidente esfuerzo onanista por aparentar brillantez, lo habían colocado en uno de los primeros lugares dentro de mi lista negra de directores norteamericanos.
Después de sufrir la insoportable Midnight in Paris, juré no volver a caer en la trampa anual del pedófilo favorito de Hollywood, sin embargo, tras haber mantenido firme el juramento con To Rome with Love, sucumbí una vez más ante las garras de Allen con Blue Jasmine, una película cuyas alabanzas me recordaban mucho a las profesadas en favor de Midnight in Paris, pero que dieron pie a una euforia colectiva que acabó por envolverme e irritarme a partes iguales. Malencarado como pocas veces, y en un afán por poder descargar mi ira contra otra de las creaciones de Allen, decidí acudir finalmente a la sala de cine. Me esperaba una gran sorpresa.
Blue Jasmine narra la historia de una mujer perteneciente a la clase alta norteamericana, acostumbrada a los más refinados lujos y con una aparente vida de ensueño, que corre a los brazos de su hermana clasemediera después de perderlo todo tras la noticia de que, sorpresivamente, el hombre perfecto y millonario que la desposó había forjado su imperio sobre un gigantesco cúmulo de operaciones inmobiliarias fraudulentas.
El anticipable conflicto de orgullos entre la inestable exmillonaria neoyorquina, interpretada por una potentísima Cate Blanchett, y el modesto ecosistema al que debe mudarse, encarnado principalmente a través del claustrofóbico departamento de su hermana y el novio supermacho de ésta, es el detonante de un efluvio de recuerdos que el personaje de Blanchett expulsará, desde la más profunda melancolía, para narrarle al público los pormenores de su caída en desgracia.
Blue Jasmine es una película formal y temáticamente “alleniana”. Ahí están sus típicos enredos amorosos, su humor cínico, y su obsesión por contextualizar a la ciudad como un personaje adicional del filme, sin embargo, la soberbia interpretación de Cate Blanchett funciona como el freno de mano ideal para el tono del relato. Allen no puede excederse en la velocidad y neurosis de sus diálogos ya que él no tiene una personificación directa en la cinta, el arquetipo del pseudointelectual “alleniano” no tiene cabida gracias a que Blue Jasmine es un filme eminentemente femenino, y sus personajes masculinos se presentan como débiles, corruptos o despreciables, adjetivos con los que Allen, o más bien el personaje que ha interpretado toda su vida, no quiere fraternizar.
Una vez restringido nuestro Woody por las reglas que él mismo se impone, el filme funciona como un entrañable relato en donde se destacan las buenas actuaciones de Alec Baldwin como el magnate corrupto, Bobby Cannavale como el macho bruto, Louis C.K. como el amante adúltero y finalmente Sally Hawkins, quien da vida a la adorable hermana de la protagonista en una interpretación formidable.
Alejada casi en todo momento de la comedia y por momentos incluso devastadora, Blue Jasmine explora la compulsión por aparentar algo que no se es y la forma en la que el dinero puede revestir a auténticos imbéciles, como la pobre protagonista, con el respeto y la admiración de sus congéneres.
Modesto pero brillante relato que le debe mucho al Streetcar Named Desire de Tennessee Williams, el filme es una muestra de lo que puede hacer un director que por desgracia sucumbe una y otra vez ante la imagen que tiene de sí mismo, pero que muy en el fondo sabe que, si se deshace de ese ego y lo tira a la basura, donde pertenece, es capaz de generar pequeñas joyas como ésta.