Blancanieves (2012)

Busquemos una justificación para que en pleno siglo XXI alguien decida filmar una cinta muda en blanco y negro. La respuesta, evidente e inmediata, podría remitirse tanto a la libertad estética de la obra de arte, como a la necesidad de contextualizar temporalmente una obra que así lo requiera, o simplemente a la evocación de un tiempo que definitivamente ha quedado atrás. Todas ellas justificaciones completamente válidas a las que por desgracia puede añadirse una vergonzosa cuarta opción: solicitar desesperadamente la atención del público.

Ha pasado apenas un año desde el estreno de The Artist, esa película muda ganadora del Oscar y magistralmente inflada por una impecable campaña de marketing, y ahora Pablo Berger, cineasta y publicista español, intenta trasladar esa misma nostalgia visual al ámbito de la hispanidad en los años veinte con su Blancanieves, una adaptación del célebre cuento de los Hermanos Grimm, que sustituye a los reinos lejanos plagados de hechiceras y princesas, por el mundo taurino español de principios del siglo XX.
Blancanieves inicia su metraje con una secuencia visualmente extraordinaria que recrea con maestría una corrida de toros en Sevilla, en la que un matador, interpretado por el mexicano-español Daniel Giménez Cacho, se dispone a torear a 6 bravos astados frente a una plaza completamente repleta, donde en primera fila lo vitorea su embarazada esposa. El drama no se hace esperar y el personaje de Giménez Cacho cae presa de los cuernos de un toro que no sólo lo deja paralítico, sino que indirectamente asesina a su esposa que, presa del horror, muere tras dar a luz a una niña prematura.

La potencia y el dramatismo con los que arranca el filme son augurios que anticipan una cinta interesante, sin embargo, a partir de ese momento la película se va irremediablemente a pique, dando como resultado una adaptación que se transforma en una vorágine narrativa desmesurada, cuyo principal fallo es la ridícula ausencia de matices al momento de mezclar una historia intencionadamente hiperdramática, con un humor exageradamente simplón, infantil y cliché.

Blancanieves es una cinta terriblemente desequilibrada, que se complace a sí misma a través de sus incontables excesos, y a través de la obsesiva exposición de manifestaciones culturales relativas a la hispanidad flamenca, gitana, torera y galante, al punto de que esa constante autodeterminación inserta un desagradable halo de falsedad en todas y cada una de las situaciones que se retratan durante el metraje.

Grandes actores como Giménez Cacho o Marivel Verdú, en el papel de la viciosa, en muchos sentidos, madrastra de Blancanieves, e incluso Sergio Dorado, uno de los siete pintorescos enanos, terminan desperdiciándose en este ejercicio acerca de cómo echar a perder una idea por demás interesante.

De los Goyas mejor ni hablar, porque la conquista de esas diez estatuillas del célebre pintor de la Quinta del Sordo, hablan más del penoso estado en el que se encuentra, no el cine español, que sin duda continúa engendrando propuestas interesantes, sino la academia de cine español, que ha conseguido caricaturizarse aún más que los denostados premios Oscar, si es que eso es humanamente posible.

Con su Blancanieves, Berger deja al espectador con un sabor de boca francamente amargo, el cual consigue atenuarse ligeramente gracias a la extraordinaria fotografía del experimentado Kiko de la Rica y a alguno que otro momento musical, pero esto, sin duda, no es suficiente para salvar a un experimento cuyas justificaciones estéticas se vuelven un grito deseoso de atención y cuyo guión adaptado no tiene cabida mas que en el olvido.

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