De forma muy esporádica, y al margen del tedio que deviene de la obsesión humana por catalogar cuanta obra de arte se produzca alrededor del mundo, llegan a surgir chispazos de genialidad que consiguen eludir cualquier intento de ser clasificados o encasillados dentro de un género o estilo determinados. Siendo dichos manifiestos artísticos, teóricamente marginales, los que de alguna forma logran tocar con mayor intensidad esa percepción a la que denominamos realidad, ya sea imitándola de forma entrañable o trastocándola al grado de que como espectadores nos parezca irreconocible.
Absolutamente glorioso es el retrato que el director turco Nuri Bilge Ceylan pinta de un cruel asesinato acaecido en la península de Anatolia, otrora ubicación de la majestuosa ciudad de Troya, transmitiendo durante dos horas y media ese sentido de inclasificabilidad que se respira en las obras de arte que, lejos de querer plantear un mensaje único y concreto, se desarrollan con la fluidez y los cambios de ritmo que sólo la vida, en el más poético sentido de la palabra, puede disponer.
A lo largo de la primera hora del filme, Nuri sienta las bases de una extraordinaria narrativa, la cual conduce al espectador a través de un viaje nocturno junto a tres carros de policía, cargados de agentes del orden y la ley, que flotan por las hermosas praderas de Turquía para encontrar el lugar donde, de acuerdo con el testimonio de los asesinos, yace el cadáver de un hombre cuya única aparición dinámica sucede en la enigmática secuencia inicial de la cinta.
El misterio detrás de los motivos que llevan a dos hombres comunes, guías de la expedición policíaca, a cometer el súbito asesinato de un entrañable amigo, surge, se difumina y resurge de forma intermitente entre la cotidianidad de los diálogos que ahondan en la vida de la numerosa corte que sigue la investigación, creando un prolífico universo de personajes delineados a la perfección, los cuales sobreviven al océano de brutalidad criminal gracias a sus problemas personales y traumas, que funcionan al mismo tiempo como tormentos permanentes y como distractores de la descarnada realidad inmediata.
Un médico forense, interpretado magistralmente por Muhammet Uzuner, el comisario de la zona, y un jefe de policía, son sólo algunas de las piezas que dan forma a este gran rompecabezas costumbrista, plagado de actuaciones magistrales que ayudan a conceptualizar ese paraje remoto, mezcla de la realidad occidental y de un fuerte sentimiento autóctono y conservador, que se verá afectado por el secreto que encierra el asesino tras su impenetrable, torva y muchas veces melancólica mirada.
Con una preciosista puesta en escena, que se construye a través de tomas fijas extremadamente abiertas, en las que la acción se sucede mediante una gran cantidad de planos simultáneos, los cuales posteriormente se convertirán en intensos acercamientos y juegos de cámara muy dinámicos, Once Upon a Time in Anatolia se vuelve el divertimento de Gökhan Tiryaki, habitual colaborador de Nuri en el departamento fotográfico, quien explora una gran cantidad de estilos mediante los que crea un producto visual vistoso y bastante atípico.
El brillante desarrollo, parco en explicaciones evidentes pero prolífico en el virtuosismo dialéctico, escrito por Nuri, que sugiere de forma muy velada lo que se oculta detrás de cada personaje, y la estupenda conclusión del filme, que lleva al espectador a esas colinas verdes de Anatolia, abandonándolo a su suerte entre las rocas y la danza macabra de la hierba al viento, dejan en claro la intención de esta obra de arte, que consigue retratar una realidad en donde la verdad detrás del crimen no existe mas que en la mente de aquellos que lo experimentaron, siendo todos únicamente capaces de conocer una verdad imperfecta, parcial y limitada: la propia.