Pocos podrán poner en disputa que el lenguaje es la piedra angular sobre la que se ha cimentado la civilización humana. Sin lenguaje no hay historia, y sin historia la transmisión del conocimiento de generación en generación resulta imposible. Por tanto, el ser humano sin lenguaje es un homínido condenado a una eterna edad de piedra.
Es precisamente la capacidad de transmitir y almacenar conocimientos mediante el lenguaje escrito y oral lo que nos ha permitido moldear, para bien y para mal, nuestro entorno natural con la eficiencia y brutalidad que todos conocemos. Ya sea como depredadores o como adaptadores, el lenguaje nos ha permitido desarrollarnos plenamente como sociedad. Sin embargo, esta característica inherente al ser humano no es sólo un vehículo de información, ya que la lengua, a través de milenios de evolución, le ha permitido al hombre tener nuevas experiencias cognoscitivas que afectan directamente su desarrollo biológico. Pongamos como ejemplo al placer estético que deviene del lenguaje, y preguntémonos qué tanto esa constante estimulación del cerebro humano, construida a través de milenios de lectores y escritores, ha impactado el proceso evolutivo del cuerpo, ya sea en cuanto a la capacidad craneana, en cuanto al desarrollo de zonas específicas del cerebro, o en cuanto a la modulación de los niveles de serotonina asociados al placer. No resulta descabellado imaginar entonces que el lenguaje sea una herramienta que pueda tener un impacto directo en nuestra biología. ¿Es posible que un lenguaje que presente una fonética “agresiva” o “fuerte” como el alemán predisponga a sus hablantes a un determinado comportamiento, mientras que idiomas de fonética más amable como el francés o el italiano propicien otro tipo de interacciones sociales? ¿Qué tanto la cultura de un pueblo está directamente relacionada con su lengua y con la acción de ésta en la biología de sus hablantes?
Es precisamente esa interesante conceptualización del lenguaje como modificador evolutivo el punto central de Arrival: una de las películas de ciencia ficción más brillantes del siglo XXI, y un triunfo más dentro de la variopinta y extraordinaria filmografía del director canadiense Denis Villeneuve.
Una serie de gigantescos monolitos en forma de semilla aparecen sobre la faz de la tierra. Levitando a tan sólo unos metros del suelo sin una propulsión aparente para combatir la gravedad, los mastodontes planetarios que posteriormente se revelan como naves alienígenas permanecen inmóviles en espera de un contacto con los humanos. Ansiosos por entregar un mensaje, los extraterrestres ven frustrado su encuentro con los humanos al no poder comunicarse con ellos. Los sonidos reverberantes que emanan de sus cuerpos arácnidos y la escritura jeroglífica con la que buscan comunicarse resulta incomprensible para los animales bípedos que se encuentran frente a ellos. Es ahí donde hace su aparición la figura protagónica de una profesora de lengua (estupenda Amy Adams) que buscará desentrañar el patrón comunicativo detrás del peculiar lenguaje alienígena.
Filmada con el ya recurrente sello de calidad de Villeneuve y por la virtuosa lente del fotógrafo afroamericano Bradford Young –que utiliza la teatralidad estética de una nave dispuesta (valga la redundancia) como un gigantesco teatro, para elaborar una alegoría de los procesos comunicativos que se ocultan en los códigos visuales del cine– Arrival es una cinta cuyo núcleo narrativo, adaptado del cuento Story of Your Life del neoyorquino Ted Chiang, funciona como una pieza literaria reminiscente de las historias cortas más lúcidas de Isaac Asimov, cuya complejidad estructural –de difícil traslación al formato cinematográfico– es ejecutada de forma inmejorable por el esquema narrativo de Villeneuve, que se vale de un cúmulo de flashbacks y flashforwards dentro de la acción de la cinta para ensamblar su potente giro argumental final.
Criminal resulta la omisión de la academia estadounidense de artes cinematográficas al pasar por alto el trabajo histriónico de Adams, que apoyada por las impecables actuaciones de Jeremy Renner y el siempre entrañable Forest Whitaker, carga con el peso dramático de una cinta que se atreve a malabarear la trascendencia emocional de un drama intimista con las piezas de un complejísimo rompecabezas sci-fi, para al final aterrizar, con contorsiones argumentales de gran vistosidad, en conclusiones francamente originales dentro del rubro de la ciencia ficción y de la filosofía del lenguaje.
“Allí donde están las fronteras de mi lengua, están los límites de mi mundo”, decía en su Tractatus lógico-philosophicus el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein. En Arrival, Villeneuve corrige ligeramente: si destruyo las fronteras de mi lengua, descubro la infinidad de mi mundo.