El director australiano David Muchôd, además de conseguir un aplauso prácticamente unánime de la crítica con su primer largometraje, ha logrado realizar uno de los filmes que más duro me ha golpeado el estómago este año. Ese malestar que le auguro a todos y cada uno de los que vayan a ver el filme, no se debe precisamente al uso de escenas brutales, sino meramente a la historia que se presenta de forma tan pero tan desesperanzadora que raya en los límites de lo inhumano.
El guión, escrito por Muchôd pero basado en la novela homónima de Stephen Sewell, relata la historia de un joven de 17 años quien tras perder a su madre por una sobredosis de heroína se muda con su abuela y los hermanos de su madre, tres hombres que han vivido toda su vida de atracar bancos y que finalmente han decidido retirarse por el acoso que ejerce sobre ellos una nueva entidad policiaca.
El contacto del joven protagonista con esa parte de su familia, que hasta el momento desconocía gracias a los esfuerzos maternos por alejarlo de ella, se complica cuando entra en escena Pope, el único hermano verdaderamente prófugo de la justicia que a pesar de su tranquilo aspecto se descubre como un verdadero psicópata.
El retrato que hace Muchôd de una familia completamente putrefacta en estructura y moral, donde la madre mantiene una especie de relación controladora e incestuosa con sus hijos y donde el abuso de sustancias ilegales, además de ser el modus vivendi de uno de los hermanos, es una práctica común de todos sus integrantes, es espeluznante.
El profundo efecto del filme se consigue gracias a una sobresaliente interacción de todos los elementos que constituyen el cine como lo conocemos. La fotografía, sobria, sin pretenciones y completamente cruda, interactúa con una de las bandas sonoras más perturbadoras que he escuchado en muchísimo tiempo para entregarnos momentos fílmicos profundamente abyectos, que agreden directamente a la retina, al oído y al intelecto.
Completamente asombrosas son también las actuaciones de esta cinta, que espero funja como plataforma para el conjunto de brillantes actores que la conforman y que hasta el momento no había tenido la oportunidad de disfrutar plenamente, con la única excepción de Guy Pierce que nos maravilló hace unos años con Memento y con el fantástico western australiano The Proposition, pero que en esta ocasión se ve opacado por Ben Mendelsohn (Pope) y Jackie Weaver, la maquiavélica madre del clan, quienes definitivamente llevan la cinta a otro nivel.
Lo más aterrador de todo es que no existe una reflexión final en Animal Kingdom. Los personajes simplemente terminan fluyendo en una espiral incontrolable de terribles consecuencias, a las que reaccionan como los animales que son, utilizando el instinto y tirando una mordida tras otra para poder sobrevivir.
La película de momento ha cosechado el gran premio del jurado en el festival de Sundance, así como el de mejor actriz secundaria en los premios de la NBR y muy probablemente se alce con otros merecidos reconocimientos.