Amour (2012)

Involucrada siempre en el estudio de las facetas emocionales más oscuras del ser humano, así como de la relación que éstas tienen con el entorno social de un determinado país o región, la filmografía de Michael Haneke se levanta como una muralla incontestable, cuyas ventanas a lo más recóndito de esa “alma” que sintetiza nuestra dualidad psíquica, tan bondadosa como malévola, nos dejan atisbar, casi siempre con horror, de lo que somos capaces como individuos.

Anticlimático resulta el hecho de que el estreno de una nueva cinta de Haneke signifique el final de la competencia anual para determinar lo más sobresaliente del cine internacional, como si en un ejercicio pedante se declarara que nadie puede competir con este extraordinario creador. Sin embargo, por más enfado que la anterior aseveración me cause, es cierto que el poderío narrativo y temático que este director, nacido alemán pero educado austriaco, ha esgrimido a lo largo de su filmografía, lo coloca dentro de ese exclusivo club de cineastas legendarios que en algún momento han rozado el más grande mito artístico: “la perfección”.
Es hasta cierto punto irónico que Haneke, estudioso incansable entre otras cosas de la génesis de la violencia en la sociedad y en el individuo, consiga elaborar a través de una exploración del amor su filme más violento y emocionalmente destructivo hasta la fecha.

Desde esa majestuosa secuencia inicial, en la que el escuadrón de bomberos irrumpe en un antiguo departamento parisino para encontrar, dentro de una habitación completamente sellada, el apacible cadáver de una anciana enmarcada en modestas florecillas, el espectador se adivina inmerso en una obra magna, intuición que se corroborará gradualmente con el impecable desarrollo del relato que da origen a esa abrumadora escena inaugural, gloriosa en su parquedad, la cual, despojada de todo artificio adicional a la imagen, consigue estremecer por completo al espectador.

Georges y Anne, una pareja de septuagenarios interpretada por los veteranos Emmanuelle Riva (Hiroshima, mon amour) y Jean-Louis Trintignant (Il conformista), pasan sus días de jubilados en un antiguo departamento parisino, lo suficientemente espacioso para albergar una amplia recámara, una cocina y un maravilloso estudio en el que reposa el piano de cola en el que, años atrás, Anne ensayaba arduamente para sus presentaciones como solista y daba clases a niños con aspiraciones, más bien paternas, de entregar su vida a la música clásica.

Un día Anne sufre un connato de infarto cerebral. Los médicos le dicen que debe operarse para destapar una vena ocluída y que de no hacerlo morirá. La mujer acepta. La operación falla. Amour apenas acaba de comenzar.

Considerada por su autor como la película más tierna de su filmografía, Amour es un terrible viaje a través de las implicaciones que conlleva la última y más dura prueba de amor: el acompañar al ser querido, a sabiendas de la inminencia de su muerte, durante los últimos días de su existencia.

Extraordinarias resultan las actuaciones de Jean-Louis Trintignant e Isabelle Hupert, que en sus papeles de esposo e hija, ven con pasmosa impotencia cómo la mente de Anne, esbozada a través del titánico esfuerzo histriónico de Emmanuelle Riva, se marchita con presteza, pero al mismo tiempo con desesperante y sufriente lentitud, eliminando poco a poco las referencias de su mente, en un viaje a ese estado infantil que, imborrable gracias a las poderosas sinapsis neuronales del amanecer intelectual, es lo último que perdura antes de que el cuerpo se desvanezca en la infinidad de la muerte; en el silencio; en la nada.

Puede interpretarse que la filmografía de Haneke se fundamente siempre en la búsqueda del conocimiento, como si el autor, a través de su obra, buscara desarrollar una serie de temas para intentar entender algunas de las facetas de la vida que más lo perturban. Sin embargo, esa búsqueda intelectual desaparece por completo en Amour. Haneke ya no intenta explicarse el por qué de las cosas, ya que el tema de la cinta le es tan afín que ha acabado por comprenderlo, con lo que el filme se convierte en un regalo al espectador y en el mayor logro cognoscitivo de su autor, quien cerca de la edad de sus protagonistas analiza, en la que ha sido la película más hermosa y terrible del año, lo que mejor conoce: a sí mismo.

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