A Torinói ló (The Turin Horse) (2011)

Cuando el último atisbo de luz acaba por extinguirse en The Turin Horse y la percepción de los espectadores comienza a ajustarse lentamente a la realidad, la primera pregunta que flota en muchas de las cabezas presentes es ¿Qué acabo de ver?.

La película con la que Béla Tarr a sus cincuenta y seis años ha decidido retirarse de la creación fílmica es una completa anomalía, no sólo dentro del cine contemporáneo, sino en los más de cien años que éste joven arte lleva con vida. Anomalía que todavía no acabo de descifrar por completo y cuyo significado particular probablemente sea conocido a fondo únicamente por Tarr y su fiel colaborador, el escritor húngaro László Krasznahorkai.

Resulta imposible describir el impacto emocional que The Turin Horse provoca desde su primera y magistral secuencia, en la que una gravísima voz en off resume el contexto de toda la cinta con el siguiente relato breve: “In Turin on January 3rd, 1889, Friedrich Nietzsche steps out of the door of number six, Via Carlo Alberto. Not far from him, a cabman is having trouble with his stubborn horse. Despite all his urging, the horse refuses to move, whereupon the cabman loses his patience and takes his whip to it. Nietzsche comes up to the throng and puts an end to the brutal scene, throwing his arms around the horse’s neck, sobbing. His neighbour takes him home, where he lies still and silent for two days on a divan until he mutters the obligatory last words: “Mutter, ich bin dumm”  and lives for another ten years, gentle and demented, in the care of his mother and sisters. Of the horse… we know nothing”. La narración, hecha en la más profunda oscuridad, termina para dar paso a una de las secuencias más maravillosas del filme, en la que el cochero y su caballo luchan por llegar a casa a través de una tormenta de viento, a lo largo de un camino desolado y polvoriento. El filme ha comenzado y no hay nada que pueda preparar al espectador para lo que verá.

Muchas veces comparado con Andrei Tarkovsky por su estilo narrativo contemplativo y pausado, Tarr se lleva a sí mismo al extremo con el relato de un cochero que, sumido en la pobreza, vive junto a su hija en una casa alejada de la ciudad que se ve súbitamente asolada por una brutal tormenta. El fenómeno natural, que dota a la película de un sentimiento intensamente apocalíptico, obliga a los dos ocupantes humanos de la casa a permanecer recluidos en ella y a vivir con una dieta extrema de una papa hervida al día, todo esto motivado porque el caballo, única fuente del sustento de la familia, se niega a abandonar su establo.

Es entonces que Tarr se embarca durante dos horas y media en un manifiesto filosófico contemplativo, en el que se narran seis días de la cruenta rutina que padre e hija deben sostener para sobrevivir, esperando día tras día a que la tormenta se detenga o a que el fin del mundo acabe con ellos.

Carente casi en su totalidad de diálogos, con la excepción de un simbólico y misterioso monólogo en el que pueden rastrearse algunos aspectos de la filosofía de Nietzsche, The Turin Horse es un viaje maravilloso que precisa sin embargo de la resistencia del espectador, quien sin duda es recompensado a través de la maestría que Fred Kelemen muestra detrás de la cámara, a lo largo de las treinta tomas de larga duración que componen el metraje, y a través del brutalmente intenso desarrollo de la historia.

La rutina de los personajes se repite una y otra vez con desesperación al igual que el oscuro y desquiciante tema musical compuesto por Mihály Vig, mientras la tormenta silba incesante entre los maderos de la ventana que los protagonistas contemplan en silencio día tras día, inmóviles, sumidos en una espera sin sentido, que parece ridícula hasta que nos vemos llegar a casa y encender la televisión, hasta que nos vemos mirando la pantalla en silencio e inmóviles, simplemente esperando a que el fin del mundo acabe con nosotros.

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