Todos los años hay películas que los espectadores, por más cinéfilos que sean, les es inevitable dejar de lado. La primera motivación de esto obedece a la imposibilidad de ver la masiva cantidad de filmes que se producen alrededor del planeta en un año y la segunda a que muchas veces se tiene que hacer una preevaluación subjetiva de las películas que se tienen al alcance, para ver las más relevantes e ignorar aquellas que nos parezcan menos atractivas. Esta arbitraria medida de descarte muchas veces le impide al espectador ver auténticas obras de arte simplemente por el uso de juicios inmediatos contra algún actor, director o temática.
Precisamente es este el fenómeno que sufrí con la ópera prima de Tom Ford, diseñador de moda y héroe salvador de la marca Gucci, ya que por falta de tiempo y un inmediato prejuicio a la principal profesión del ahora cineasta, evité ver el filme por más de un año.
Pocas veces he visto cintas que destilen en cada fotograma una sensualidad tan hipnotizante como la que Tom Ford, apoyado en todo momento por el genial fotógrafo Eduard Grau, consigue en este estupendo relato, que opta siempre por la sutileza en contraposición a las imágenes agresivas que podrían haberse utilizado para ilustrar la historia.
El filme, que se desarrolla en un universo ficticio creado por Ford, en donde todos los personajes masculinos tienden a la apariencia del supermodelo, se conduce a través de un melancólico eje rector representado por el extraordinario Collin Firth y por una no menos sobresaliente Julianne Moore, pobladores ambos de unos Estados Unidos paralizados por el terror al ficticio apocalipsis nuclear de la guerra fría.