A Ghost Story (2017)

En su natural e infinito deseo por sobresalir y por hacerse notar en un mundo repleto de artistas que buscan exactamente lo mismo que él, el cineasta promedio exhibe una flagrante fobia a lo simple. Pocos adjetivos resultan más hirientes para calificar una obra que “simplona”, y es en ese deseo de impactar al ya sobreimpactado público del siglo XXI, que el cineasta promedio despliega una y otra vez todo su repertorio de armas de impacto narrativo y visual, elaborando metrajes enteros en torno a giros argumentales que buscan excitar el asombro del público, o en torno a secuencias que buscan polemizar dado su elevado contenido violento o sexual.

Es en ese panorama de sobrecargas sensoriales que A Ghost Story, la más reciente película del director David Lowery, surge como una preciosa anomalía que escoge abordar su narrativa desde la poética de lo cotidiano, para plantear un cuento extremadamente simple que sin embargo construye, con atípica delicadeza y mediante un puñado de guiños que se distribuyen con inteligencia a lo largo de la historia, un tratado sobre la ausencia, y sobre la eterna percepción de lo que alguna vez se amó. 

Un músico pierde la vida en un accidente de tránsito. Su cadáver, que percibe inconclusa la relación con su pareja, se levanta de la morgue cubierto por una sábana para acompañarla en su proceso de duelo. Fin. Suena “simplón”, pero Lowery ensambla a través de una serie de viñetas una bellísima narrativa que triunfa gracias a la poderosa expresividad de sus actores protagónicos, y a la brillante estructura del guión, que se basa en los conceptos sci-fi de esos viajes temporales que utilizan al tiempo como un continuo inamovible, para construir una espiral narrativa que concluye de forma inmejorable.

Rooney Mara, en su papel de novia doliente, se evidencia una vez más como una de las actrices más talentosas de su generación, encontrando una inmejorable contraparte en Casey Affleck, cuyo rostro, idóneo siempre para papeles que están impregnados con elementos de melancolía y desolación –véase Manchester by the Sea– marida a la perfección con esa encarnación fantasmagórica minimalista a la que David Lowery consigue dotar, gracias al sencillo posicionamiento angular de los ojos, de una expresión de eterna melancolía.

Es la composición visual del fotógrafo Andrew Droz Palermo otro de los elementos memorables de este filme que se hila a través de su amor por los detalles, y cuyo ritmo contemplativo evita el aburrimiento mediante planos secuencia de entrañable belleza estética –véase la toma inicial, el paseo por el hospital, o el encuentro con el fantasma vecino– que nos recuerdan la máxima de que “inteligencia mata presupuesto”.

David Lowery compone uno de los poemas cinematográficos más notables del año, en torno al tiempo y a las múltiples capas de historia que yacen, indetectables pero siempre presentes, en los objetos inanimados que nos rodean. Si el Universo se contrae y expande como hasta ahora creemos, entonces en un punto geográfico radica toda la historia del mundo, y nosotros, meros actores, nos desplazamos con nuestros dramas vitales frente al tiempo: ese intangible e infinito espectador que supera nuestra capacidad de abstracción, y que hemos definido mediante seis letras con la burda simplicidad que nos caracteriza. Seis letras que son la historia del universo, del mundo, y de todos y cada uno de nosotros. Lowery ha conseguido capturar esa idea en hora y media de metraje. Eso, créanme, no es poca cosa.

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