A Field in England (2013)

Detrás del glamour de las alfombras rojas, las sesiones fotográficas y las entrevistas, el estreno de una cinta en los circuitos de cine comercial oculta el tortuoso proceso que atraviesa un director de cine para, desde su concepción hasta su materialización, dar vida al resultado final que se proyecta en pantalla. Ese proceso creativo se desarrolla a través de un doloroso parto de varios meses, o incluso años, en los que uno tras otro se suceden los conflictos técnicos, las limitaciones presupuestales y los interminables debates con las compañías productoras que, muy en su papel, intentan obtener como resultado un producto fácilmente vendible. Es por lo anterior que, cuando un director consigue finalmente el renombre suficiente para poder hacer lo que le venga en gana, sin preocuparse demasiado por el presupuesto y recibiendo libertad absoluta por parte de la casa productora, el resultado suele ser particularmente interesante.

Tal vez los dos proyectos estrenados durante el 2013 que mejor exponen ese fenómeno de libertad creativa absoluta fueron concebidos por Nicholas Winding Refn, con ese delirante ejercicio de forma de nombre Only God Forgives, y por Ben Wheatley, director de la extraordinaria The Kill List, quien aprovechó su súbito ascenso como director de culto, con apenas tres cintas en su haber, para estrenar A Field in England, su cuarta incursión como director, que se asume de inmediato como la obra más arriesgada y demencial dentro de su ya atípica filmografía.

Un hombre vestido de negro avanza por un enorme prado, alejándose de los alaridos y explosiones que a lo lejos vaticinan una cruenta batalla. Tambaleante y aturdido por la escaramuza de la que escapó tras perder a su amo, un connotado alquimista, el criado vaga por el pastizal intentando cumplir la última encomienda que se le hizo: encontrar y llevar ante la justicia a un misterioso criminal de nombre O’Neil. A lo lejos, tres hombres huyen también de la batalla en busca de una taberna que supuestamente se encuentra cerca del lugar y que les servirá como refugio. Perdidos en el siglo XVII, en plena guerra civil inglesa, los cuatro personajes se embarcan en un viaje hacia la nada, al menos hasta que aparece O’Neil, hasta que aparecen unos hongos alucinógenos y hasta que Ben Wheatley decide que la bolsa de mierda se estrelle contra el ventilador, y como era de esperarse, la bolsa está completamente llena.

Fabulosamente irrestricta en todos los sentidos posibles, pero poseedora del metódico virtuosismo de Wheatley para crear atmósferas perturbadoras y endiabladamente hipnóticas, A Field in England aprovecha su bajo presupuesto de realización y el hecho de que la trama es básicamente la narración de un breve instante, para otorgarle a Wheatley el control total sobre un universo que termina siendo el escenario idóneo para dar rienda suelta a la gran imaginación del director británico.

Sin contextualización geográfica o temporal alguna, A Field in England pretende, de acuerdo a declaraciones realizadas por el propio Wheatley, funcionar como una perfecta máquina del tiempo que le permita al espectador aterrizar en un lugar que tal vez conozca de manera tangencial, pero que termina por resultarle completamente atípico y extraño, al eliminar Wheatley de forma deliberada los códigos clásicos de contextualización de época y personajes, siendo la cinta como una fotografía de otra época que, al encontrarse tirada en la calle, termina por llenarse de significado dependiendo de las manos en las que caiga y de la mirada con que se vea.

La baratísima puesta en escena de A Field in England, que se adorna con la simple pero efectiva banda sonora del compositor novel James Williams, no es impedimento para que Wheatley, en colaboración con su asiduo director de fotografía, Laurie Rose, le regale al espectador algunas de sus más hermosas y complejas composiciones visuales, las cuales van desde cuidadas tomas naturalistas del prado y sus moradores, hasta demenciales secuencias alucinatorias, mezcla de belleza, asombro y descarnado horror.

Al salir de la proyección, resulta evidente que el poderío de la cinta radica principalmente en el brillante cúmulo de actores británicos que encarnan a esa pandilla de hombres tambaleantes, confundidos, e inmersos en un purgatorio real o ficticio (¿a quién le importa?), cuyas vidas dependen de las relaciones de poder que enarbola su estatus social, y que, sumergidos en un desaforado oscurantismo intelectual del que tampoco estamos tan alejados, son presas de un desmedido terror vital. Si de nombres se trata, cabe destacar el titánico trabajo de Reece Shearsmith, pero principalmente el de Michael Smiley, quien da vida al brutal O’Neil: criminal, alquimista y brujo, que protagoniza algunos de los momentos más memorables de la cinta.

A Field in England no es una cinta fácil de digerir. Su mundo agreste, cargado de simbolismos y poderosamente críptico, ha dado como resultado una gran variedad de reacciones, desde las más negativas hasta las más emocionadas. Como podrán haber notado a lo largo del texto, formo parte del aparentemente pequeño grupo que disfrutó esta extraordinaria cinta, la cual presenta a Ben Wheatley en un estado de minimalismo y libertad que tal vez no le volvamos a ver. Por lo pronto, sólo queda recomendar la experiencia y con una sonrisa en la boca gritar: ¡Wheatley, eres grande!

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