El cine es un arte completamente sensorial y normalmente son la vista y el oído los sentidos que se ven completamente ocupados durante el tiempo en que nos encerramos voluntariamente en una oscura sala de cine.
En Taxidermia las imágenes y los sonidos activan los tres sentidos restantes, regalándole al espectador una experiencia sensorial completa pero no precisamente agradable. La historia, que documenta la vida de una familia húngara durante tres generaciones, comienza en la época de la segunda guerra mundial y llega hasta nuestros días, relatando los grotescos acontecimientos que dan forma a un serie de personajes completamente disfuncionales.
El director György Pálfi se empeña en crear una cinta sumergida por completo en la inmundicia y en transmitirle al espectador el agobiante sentimiento de ser una verdadera escoria. Casi podemos percibir el hedor de las letrinas de la primera parte de la historia, donde un soldado obsesionado con el sexo se masturba compulsivamente mientras ve a las hijas del general. Casi podemos saborear el repugnante plato de sopa que deben devorar los mórbidamente obesos hermanos de la segunda parte, en su afán por ganar el campeonato de las olimpiadas de comida y finalmente, casi podemos tocar las entrañas sanguinolentas que el taxidermista de la tercera parte corta y separa para crear su más grande obra. Un banquete sensorial sin límites.
El único problema con Taxidermia es que está tan plagada de lugares poco comunes y situaciones extremadamente bizarras, que la conexión emocional con el espectador se pierde casi por completo, ya que la marejada sensorial eclipsa cualquier intento por involucrarse en una historia que gira de forma impredecible y que concluye con un ejercicio final que deja mucho que desear.
A pesar de sus defectos, el empeño que pone Pálfi en la creación de situaciones visualmente creativas y el ejercicio imaginativo que supone la historia escrita por Lajos Parti Nagy, convierten a Taxidermia en un filme que vale la pena experimentar.