No soy un fan aguerrido de la saga del joven mago Harry Potter, en primer lugar porque no he leído ninguno de los siete libros que han convertido a la escritora J. K. Rowling en la mujer más rica de Inglaterra y en segundo lugar porque considero que la saga fílmica (de la que sí he sido seguidor) ha estado llena de reprochables traspiés y ha caído en picada en los dos últimos largometrajes.
Durante las casi dos horas y media de metraje, innumerables aventuras se suceden en el más puro estilo de las cintas del señor Potter, pero a diferencia de las últimas dos entregas, en esta película el espectador vuelve a involucrarse con los personajes, que recuperan el interés histriónico y dramático que alguna vez llegaron a tener y que gracias a la irreconocible dirección de Yates funcionan a la perfección.
Las relaciones interpersonales del trío se abordan con un enfoque completamente nuevo, que se aleja de la burda simplicidad de las entregas anteriores, para darnos escenas francamente excelentes, en donde finalmente se percibe una verdadera madurez en los personajes que se descubren al ritmo de Nick Cave y sus Bad seeds.
Las aventuras del trío, que nos preparan para lo que será el desenlace, además de ser visualmente espectaculares gracias al trabajo del experimentado fotógrafo Eduardo Serra, están dotadas con una importante carga emocional, que devuelve al espectador el interés por el mundo de fantasía que se desarrolla en cada fotograma y que revive en mí el interés por ver la conclusión fílmica de esta saga. Ahora lo único que nos queda es esperar.