Darren Aronofsky es sin duda uno de los directores más odiados de nuestros tiempos. Por alguna razón, los cinco largometrajes que constituyen su filmografía conflictúan de forma tan intensa al espectador que sólo le dejan dos opciones, amarlos u odiarlos.
Después de ver Black Swan, me queda claro que el diálogo de Aronofsky con su público seguirá siendo igual o más conflictivo que antes, ya que con esta cinta vuelve a apartarse del sobrio camino que había tomado con The wrestler, con el que había tranquilizado un poco a sus detractores, y elabora un relato que se atreve a jugar con la percepción de la realidad en una forma tan radical como la que presentó en The fountain, su cinta más repudiada hasta el momento y una de mis favoritas.
Aunque lo intentara con ahínco, a lo largo de este artículo no podría transmitirles ni un tercio de la explosión guionística y estética que Black Swan presenta en apenas hora y media de metraje. Pensada originalmente como parte de un proyecto sobre el romance de un luchador y una bailarina, que posteriormente se dividiría en dos películas debido a la complejidad de ambos temas, Black Swan es un demencial viaje por la mente de una bailarina, interpretada por la extraordinaria Natalie Portman, que es sometida a una brutal presión al ser escogida para interpretar el papel principal de El lago de los cisnes de Tchaikovsky.
El viaje interior que debe realizar la protagonista para encontrarse con su lado oscuro y poder interpretar tanto la inocencia del cisne blanco como la salvaje pasión del cisne negro, se ve afectado por la estricta vigilancia de su madre y su intensa represión sexual, así como por el desaforadamente competitivo mundo de la danza.
La brillante actuación principal de Portman se complementa de forma extraordinaria con Vincent Cassel, quien interpreta al visceral y apasionado director de la obra y Mila Kunnis, que sorpresivamente hace un muy buen trabajo como la bailarina que destruye el delicado balance de la protagonista.
Con una narrativa que emocionalmente va siempre in crescendo hasta alcanzar niveles insospechados, el quinto filme de Aronofsky nos deja ver la enorme libertad creativa de la que goza este artista, que ya se encuentra más allá del bien y del mal y que, sin preocuparse en lo más mínimo por su audiencia, presenta un filme sin restricciones en el que se adivina la enorme pasión que siente este hombre por el séptimo arte.
Esta intensa y a veces grotesca reflexión sobre el narcicismo obsesivo del medio artístico, está filmada con una evidente maestría, que puede admirarse sobre todo en las secuencias de baile captadas con cámara en mano y en algunos momentos en los que difícilmente se puede creer el nivel de belleza estética que se observa en pantalla. Esto es resultado evidente del trabajo conjunto entre Aronofsky y el genial Matthew Libatique, director de fotografía de Pi, Requiem for a dream y The fountain, que por alguna razón no participó en The wrestler pero que afortunadamente se ha reincorporado al ejército de Darren.
Una vez más la banda sonora corre a cargo de Clint Mansell y aunque ésta no tiene el mismo protagonismo que en otras cintas de Aronofsky, el trabajo de adaptación que hizo el brillante músico de la obra de Tchaikovsky es simplemente espectacular.
No puedo contarles más de lo que ya he dicho acerca de este logro de la cinematografía contemporánea, pero lo que si puedo decirles es que si tienen que ver sólo una película que se haya filmado en el 2010, esa debe ser Black Swan.