La tesis es simple: Estamos solos. Completa e irremediablemente solos en un universo que lejos de molestarse con el antropocentrismo sobre el que cimentamos nuestras civilizaciones, simplemente nos ignora, dejando que nos desplacemos dentro de ese barco interestelar al que llamamos Tierra, inmersos en nuestros diminutos cerebros cuyos gritos de genialidad se pierden en la nada.
El fatalismo de von Trier siempre ha sido salvaje, y salvo sus breves escarceos con la comedia, todos los personajes que brotan de su brillante mente están inevitablemente destinados a sufrir. Un sufrimiento que es siempre el vínculo para ahondar en conceptos mucho más grandes que los insignificantes hombres y mujeres que, bajo la mira de Trier, caen víctimas de sí mismos o del mundo que los rodea.
“No más finales felices” declaraba el director danés hace unos meses, cuando el guión de Melancholia se encontraba prácticamente terminado. En efecto, la felicidad es un sentimiento ausente en esta delicada oda al nihilismo, que destruye mentalmente al espectador con un fondo similar al hermoso caballo de Turín de Béla Tarr, pero con una forma diametralmente opuesta.
Es ese nefando final el que precisamente abre la cinta a través de un conjunto de impactantes imágenes en cámara super lenta, que nos remiten al hermoso prólogo de Antichrist y cuya función es resumir las más de dos horas a las que el espectador se someterá, de forma tortuosa, hasta llegar al ansiado momento en que el planeta Tierra sea devorado por el monstruoso planeta Melancolía. Como siempre, el final no importa, lo que importa es el camino.
El guión, que había sido expresamente escrito por von Trier para Penélope Cruz, se apoya completamente en la potencia interpretativa de una inmejorable Kirsten Dunst, ganadora del premio a la mejor actriz en Cannes, quien encarna a una mujer bipolar, cuya brillantez intelectual, causa o efecto de su enfermedad, la condena a ser el centro del odio de aquellos que la rodean.
Como en la icónica Breaking the Waves, von Trier retoma su gusto por explorar a las bodas como eventos límite, en las que los sentimientos, tanto de los invitados como de los celebrados, se encuentran a flor de piel y listos para estallar. Sin embargo esta exploración se aleja de la vibrante felicidad de la ceremonia de Bess y se convierte en una especie de Festen, en donde el cúmulo de grandes actores que fungen como concurrencia, y la falsa felicidad de la novia, serán los ingredientes del desastre.
Dividiendo la cinta en dos capítulos, que bien podrían haberse titulado “la boda” y “la espera”, Von Trier, que ha vivido en carne propia la depresión crónica que exorcizó con Antichrist y que ahora analiza en Melancholia, nos deja entrar poco más de dos horas en su visión del mundo, en ese extraordinario cosmos enfermo y destinado a morir que habita en las paredes de su mente, y que acompañado por un reparto excelente dentro del que brillan tanto Dunst como la siempre impactante Charlotte Gainsbourg, le otorga al espectador una experiencia tan visceral como reflexiva.
Sólo Wagner es digno de musicalizar el fin del mundo, y es por eso que su preludio de Tristán e Isolda suena una y otra vez hasta que el planeta y los espectadores acaban fundiéndose en la melancolía. No hay redención. No hace falta.