Profundizar en el análisis de la obra fílmica de Jean-Luc Godard es un camino que incontables teóricos cinematográficos han recorrido con gusto y desesperación, creando callejones sin salida y vueltas de tuerca formidables para tratar de justificar el genio de un hombre que hasta nuestros días es considerado uno de los más grandes cineastas de la historia.
Siempre he creído que la creación artística en la mayoría de los casos está mucho más relacionada con un impulso biológico prácticamente inconsciente, apoyado en un trasfondo cultural determinado, que con una extrema racionalización del proceso artístico o del resultado final buscado. Es por esto que rara vez suelo estar de acuerdo con los obsesivos estudios teóricos que deconstruyen cada segundo de la obra de Godard para asignarle un significado determinado, un sentimiento determinado o una intertextualidad determinada, dejando fuera la siempre presente posibilidad del azar, del feliz accidente o del genio intuitivo.
Puedo imaginar a Godard filmando Vivre sa vie, pletórico de intuición, danzando con la cámara de un lado a otro, deseoso de mantener el desaforado protagonismo artístico que dos años atrás le había dado su filme debut, cuestionándose la forma en la que podría dar un nuevo giro de tuerca a esa obsesión por dotar a sus filmes iniciales de una notable intertextualidad, y contrastándola con el imperante deseo de innovar el lenguaje cinematográfico. Joven, con el cigarro en la boca, dirigiendo con aspavientos a Anna Karina, su entonces esposa y musa de la Nouvelle Vague, mientras poco a poco armaba ese mapa inexistente y cambiante que da forma a cada una de las escenas de una obra que redefiniría nuevamente el mundo del cine y del arte.
Ese amor de Godard por el cine noir norteamericano se convierte en Vivre sa vie, al igual que en la perfecta A bout de souffle, en el motor central de la trama. La película, filmada en doce segmentos de belleza extraordinaria, relata el drama de una mujer que abandona a su hijo y a su pareja para perseguir el sueño de ser actriz, convirtiéndose eventualmente en prostituta debido al nulo éxito de sus intentos por desarrollarse como histrionisa.
Cada una de las doce secuencias, que llevan al espectador desde la esperanza que encierra el inicio de la aventura, hasta la desesperanza absoluta encarnada en una conclusión salvaje e irreflexiva, funcionan como maravillosas obras individuales, con la capacidad de ser hermosas al observarse fuera de todo contexto y que, al conjugarse en el relato de la desventurada e ingenua protagonista, generan una obra de soberbias proporciones.
Una vez más Godard recluta a Raoul Coutard para que sea su mano derecha detrás de la cámara, que en esta ocasión capta casi de forma voyeurista y documental las andanzas de Anna Karina, dibujando secuencias de increíble belleza; como el maravilloso segmento en un cine que proyecta la legendaria obra magna de Carl Theodor Dreyer, o uno de los bailes más esperanzadores y alegres que se han captado jamás, ubicado en un solitario billar en medio de una reunión de proxenetas, o la hermosa secuencia de diálogo entre Anna Karina y “el filósofo”, en la que se describe de forma inmejorable la liga indisoluble entre el mundo del lenguaje y el de las ideas.
Es imposible determinar el nivel de improvisación o de preparación metódica para un filme como Vivre sa vie, sin embargo el resultado, que se erige de forma natural como un ente orgánico, muchas veces de apariencia aleatoria y otras en las que se intuye una lucidez poética y filosófica abrumadoras, constituye uno de los hitos más grandes de su creador.
“La gallina está compuesta de interior y exterior, si quitamos el exterior, queda el interior y si retiramos el interior, vemos el alma”. Genial Godard, excelsa Anna Karina, una obra de arte.