En la creación cinematográfica es relativamente fácil apelar a los sentimientos básicos del espectador para conseguir una reacción visceral profunda. Es dentro de ese arte de transmisión y manipulación de sentimientos, que muchos directores optan por el camino fácil de bombardear al espectador con dramáticos clichés que, casi con completa certeza, le asegurarán un involucramiento directo de la audiencia con la historia narrada.
Por desgracia, esos clichés que inevitablemente terminan moldeando la mente del espectador, lo predisponen a aceptar como normal una narrativa plagada de abominaciones y a asumir que la única forma en la que puede emocionarse profundamente es a través del más abyecto sufrimiento. Es precisamente por esto que ver un filme como Le Havre, la nueva incursión cinematográfica del finlandés Aki Kaurismäki, resulta una experiencia inesperada y completamente maravillosa.
Un boleador de zapatos, habitante del puerto de Le Havre en Normandía, es el personaje central de la historia que Kaurismäki teje con pasmosa habilidad, para darnos una lección acerca de la exagerada predisposición de nuestras mentes hacia la catástrofe y el fatalismo, planteando situaciones que bajo cualquier otra mano artística se habrían convertido en una brutal tragedia, pero que Aki resuelve siempre de forma completamente inesperada, creando el que sin duda es el filme más “bonito”, en el sentido más trascendental de la palabra, del 2011.
Un contenedor lleno de africanos destinado para Londres, termina por un error informático abandonado en Le Havre durante semanas, hasta que un policía del puerto se percata de la peculiar carga, rescatando a los inmigrantes ilegales que milagrosamente habían sobrevivido a la oscuridad del container y a la inanición. Un integrante de ese grupo de modernos argonautas consigue escapar durante el operativo de rescate, cayendo por azares del destino en la casa de un boleador de zapatos cuyo paupérrimo trabajo apenas le permite vivir junto a su esposa y mantener su afición por el alcohol.
La relación entre el joven africano y el anciano francés, quien tiene a su mujer gravemente enferma, se construye gradualmente a través de un maravilloso relato que reflexiona de manera brillante sobre uno de los grandes problemas del siglo XXI, la migración, proporcionando a través de una trama que se elabora de forma muy delicada, un panorama verdaderamente profundo acerca de un conflicto que se genera primordialmente por un potente e instintivo deseo de vivir.
Inmersa en una atmósfera fabulosa, captada por el fotógrafo fetiche de Kaurismäki, Timo Salminen, en la que cada plano huele a salitre y desprende una textura vieja y desgastada, Le Havre cuenta con un asombroso cuidado por los detalles y con ese humor negro tan característico del director finlandés, que causa extrañeza pero que eventualmente termina conectando con la audiencia.
En cada secuencia de Le Havre se adivina el desastre, el drama inevitable, la violencia, el racismo, la tragedia, y justo cuando el público está convencido de que se acerca el momento de ahogar gritos de horror, Kaurismäki se divierte llevando a su audiencia por caminos que jamás habría adivinado y que eventualmente le llenarán los ojos de lágrimas, pero no las lágrimas de la muerte, del odio o del horror, sino unas que casi nunca llegan a verse en nuestros tiempos, las de la felicidad.