Los olvidados (1950)

“Esta película está basada íntegramente en hechos de la vida real y todos sus personajes son auténticos”.

De poco sirve la advertencia que Luis Buñuel, padre del movimiento surrealista cinematográfico, coloca al inicio de Los olvidados, ya que la autenticidad de los personajes que protagonizan esta oda a la lucha de clases se hace evidente apenas unos segundos después, cuando la pantalla proyecta esa extraordinaria secuencia inicial en la que un grupo de chicos de entre siete y quince años juegan a los toros, utilizando al pequeño menos agraciado físicamente como la bestia que una y otra vez embiste un roído abrigo por las calles de la ciudad de México. Los innovadores juegos de cámara ideados por Buñuel en conjunto con el genial fotógrafo mexicano Gabriel Figueroa, saltan de un lado a otro en ese mar de caras infantiles, completamente alejadas del retrato clásico de la niñez inocente, que dejan entrever rostros curtidos por el sol y sonrisas enmarcadas en facciones toscas, agresivas y sin embargo anhelantes.

Dos años después del estreno de la mítica cinta de Ismael Rodríguez, Nosotros los pobres, que se erigió como la película referencial de la clase baja mexicana, Buñuel presenta una obra que erradica de su argumento la picaresca y el humor con el que fílmicamente se habían retratado a los desposeídos mexicanos, para crear un relato completamente oscuro e irredento, cuyo objetivo era desgarrarar la conciencia de los espectadores y proporionarles una ventana a las entrañas del origen de la maldad asociado al mundo de la pobreza.

Los olvidados es una conjunción de varios elementos extraordinarios. Por un lado la dirección de un Buñuel deseoso por recuperar el estatus de cineasta genial que veinte años atrás había ganado con su mítica película Un chien andalou y que, debido a las pocas cintas que había dirigido hasta ese momento, había terminado por difuminarse. Por otro lado aparecen las infinitas capacidades de Gabriel Figueroa como director de fotografía, quien sería responsable de filmar al menos una decena de secuencias que han quedado en los anales de la cinematografía mexicana como hitos irrepetibles. Y finalmente la brutal actuación de un joven actor, que tres años antes se había iniciado en el mundo del cine mexicano en papeles menores, y que con su interpretación de El Jaibo, encarnaría no sólo a uno de los mejores villanos del cine mexicano, sino también del cine internacional: Roberto Cobo.

Pedro, un niño bueno que vive con su madre en una barriada de la ciudad de México, ata su destino al de El Jaibo, un salvaje adolescente fugado de la correccional que comienza a frecuentarse con él y sus amigos y que una tarde, frente a los ojos del pequeño, asesina a sangre fría al que tiempo atrás lo había denunciado, ocasionando su arresto. El crimen, que horroriza a los vecinos de la zona, queda impune al desconocerse la identidad del asesino, situación que provoca que El Jaibo esté muy pendiente de los movimientos de Pedro, único testigo de la grotesca escena, para tenerlo bajo control e impedir que lo denuncie ante las autoridades.

La vertiginosa narrativa que Buñuel exhibe en Los olvidados, somete al espectador a una experiencia emocionalmente extrema, en la que poco a poco se irá perdiendo cualquier esperanza de redención y donde todos y cada uno de los maravillosos personajes diseñados por la pluma de Buñuel, como el músico ciego interpretado maravillosamente por Miguel Inclán, un pequeño niño de rancho abandonado por su padre, la fría madre de Pedro y muchos más, se vuelven testigos pasivos de la caída en desgracia del pequeño Pedro, quien a pesar de su deseo por “ser un niño bueno”, termina rindiéndose ante las tretas del cuasi demónico Jaibo.

Los olvidados es una película prácticamente perfecta y marca la cúspide de los relatos urbanos mexicanos, que tanto se han explotado a lo largo de la historia fílmica del país, pero que nunca han conseguido superar el impacto psicológico y estético de esta magna obra.

No he visto nunca un final que me deje tan absolutamente devastado como el de Los olvidados. Una conclusión inmersa en basura, en decadencia, en desesperanza y en salvajismo, que se estrella en la retina del espectador como un mazo y que funciona como broche de oro a la que probablemente sea la mejor película de uno de los mejores directores de cine de la historia.

 

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