Entre balas, lluvia, rictus de dolor y muecas de furia que se suceden en pantalla a la velocidad del rayo, Guy Maddin, el director canadiense detrás de filmes como My Winnipeg y The Saddest Music in the World, da inicio a Keyhole, su más reciente película, en la que deja atrás los experimentos silentes de sus primeras cintas para adoptar un estilo narrativo basado en los códigos del cine noir de los años cuarenta, mediante los que construye la obra más perturbadora que hemos podido verle desde la genial Brand Upon the Brain.
Partiendo de la hermosa, vertiginosa y minimalista secuencia con la que Maddin abre la película, así como de la fama de su autor, el espectador podría esperar un largometraje fuera de lo común, sin embargo nada puede alistarlo para las infinitas motivaciones y pretensiones que Keyhole le tiene preparadas, ya que, intelectualmente hablando, la obra es sin duda una de las más ambiciosas que he visto en tiempos recientes.
Un grupo de gangsters, que por su apariencia parecieran salidos de los años cuarenta, se refugian de la policía junto con un rehén en una casa abandonada. La mansión, propiedad del líder de los maleantes, de nombre Ulises, funciona como el escondite perfecto en lo que amaina una brutal tormenta, la cual separa al grupo criminal de los policías que se encuentran atrincherados a las afueras del lugar.
Incontables fantasmas habitan la misteriosa casa y vagan con la mayor normalidad por los pasillos de ésta, mientras le relatan al espectador las verdaderas intenciones de Ulises, quien escoge refugiarse en dicho lugar junto con sus secuaces para reencontrarse con su esposa, interpretada por Isabella Rossellini, que al estar recluida en la parte más alta de la mansión obliga al protagonista a embarcarse en una travesía, por demás intensa, a través de los numerosos pasillos y habitaciones infestados de espectros, al mismo tiempo que intenta sobreponerse a la parcial amnesia que le impide recuperar a su mujer.
Sólo a Guy Maddin podría habérsele ocurrido la idea de hacer una adaptación del célebre poema de Homero, La Odisea, ubicándolo temporalmente en los años cuarenta y sustituyendo la legendaria isla de Ítaca por una mansión, quedando como resultado una película que se liga de forma extremadamente libre al mito de Ulises y su regreso a la isla que lo vio nacer, enfocándose mucho más en la eterna búsqueda del amor y en la reconstrucción que muchas veces hacemos de éste a través de objetos simbólicos que funcionan como detonadores de la memoria.
Actores de la talla de Isabella Rossellini, Udo Kier, Jason Patric y el prácticamente desconocido pero genial Louis Negin, son los encargados de mantener el ritmo dramático en un filme que puede resultar difícil para el espectador dado su extremo minimalismo, su desquiciante banda sonora y su carencia de linealidad narrativa, la cual se desarrolla siempre dentro de un ambiente de pesadilla, oscuro, sórdido y con constantes elementos surrealistas que pueden llegar a recordar al Eraserhead de Lynch.
Es precisamente el aspecto visual uno de los puntos más fuertes de la cinta, apartado en el que Maddin vuelve a colaborar con el fotógrafo Benjamin Kasulke, quien fue también el encargado de crear la atmósfera de ese portento visual que es Brand Upon the Brain, y que en esta ocasión recurre al uso de cámaras digitales que dan a la imagen una nitidez mayor y una pulcritud extrema, efecto que no siempre es de mi agrado, pero que en esta ocasión se maneja a las mil maravillas con un dinamismo extraordinario y con composiciones dignas de enmarcar.
Al igual que el resto de los filmes de Maddin, Keyhole gozó de una nula publicidad en los circuitos comerciales, sin embargo la experiencia por la que el director canadiense hace pasar a su público es invaluable y merece ser revisada, no sólo por todos los estudiosos de la corriente surrealista en la cinematografía, sino por aquellos que sientan deseos de ver un festín visual que reta durante hora y media al cerebro y al corazón.