Onibaba (1964)

Un agujero se oculta entre los enormes pastos de un impasible campo japonés del siglo catorce. A su alrededor, la hierba danza al compás del viento sin percatarse de la cruenta guerra civil que vive una población japonesa dividida, herida y sumida en la más extrema pobreza gracias al abandono de las tierras cultivables por parte de los campesinos, los cuales dejaban todo atrás para pelear en pos de algún gran ejército.

Es con ese abismo negro que Kaneto Shindô decide abrir la que para muchos es su obra cumbre, Onibaba, dotando de un grotesco misticismo a esa boca terrestre fría y oscura, dentro de la que se apilan uno a uno los cadáveres de los guerreros samurái que las dos protagonistas femeninas, nuera y suegra, avientan después de asesinarlos cruentamente para robar sus armaduras y conseguir, mediante un trueque en el mercado negro, algunos puñados de arroz para sobrevivir.

Aisladas por completo de cualquier tipo de régimen social, e inmersas en un estado cuasi animal, las dos mujeres esperan pacientemente el regreso del marido/hijo que partió a la guerra, el cual representa la única esperanza de supervivencia del núcleo familiar. El conflicto se desata cuando la madre y la esposa del samurái ausente reciben la visita de uno de los amigos de éste, que escapando de la guerra les confirma la muerte del joven guerrero, al mismo tiempo que les hace saber su deseo de quedarse en el campo para eludir cualquier posibilidad de volver al campo de batalla. Es con ese hecho y con el redescubrimiento de la sexualidad por parte de la esposa del difunto guerrero, que cae en los brazos del recién llegado forastero, que se desata una extraordinaria trama de celos, inmersa en el apocalíptico e hiperviolento mundo del Japón feudal.

Apenas treinta segundos le toma a Shindô mostrarle al espectador que lo que está a punto de ver será una experiencia visual extraordinaria, ya que el dinamismo y la maestría compositiva que surgen de la interacción creativa con el fotógrafo Nobuko Otowa, le dan a la cinta un halo de impactante belleza poética, la cual contrasta de forma inmejorable con el descarnado acercamiento argumental que se regodea en exponer, con gran minuciosidad, las similitudes que presenta el hombre con la despiadada amoralidad del más cruento depredador animal.

En el aspecto actoral, resulta imposible describir con palabras la desaforada potencia que Nobuko Otowa exhibe en su papel de celosa madre del samurái fallecido, capacidad histriónica que cuatro años después volvería a mostrar en la extraordinaria Yabu no naka no kuroneko, y que en esta ocasión constituye el pilar central del elenco. Sin embargo ésta no es la única actuación memorable de la cinta, ya que resulta igualmente asombrosa la participación dramática de Jitsuko Yoshimura y Kei Satô, quienes dan vida a la pecaminosa pareja, construyendo gradualmente una maravillosa reflexión sobre el descubrimiento de la sexualidad, y sobre la forma en la que ésta funciona como una canalización de la neurosis que se desata durante el luto de un ser amado.

Reflexiva y salvaje, la disertación que Kaneto Shindô hace del amor obsesivo, de los celos y de la guerra, intenta ser, según palabras del autor, una metáfora para contextualizar la desmoralización, la rabia y la miseria que se vivió en el Japón del siglo XX, después del fin de la Segunda Guerra Mundial y de la tragedia de Hiroshima.

Revalorada con el paso del tiempo, Onibaba es una extraordinaria película que constituye el hito más grande en la filmografía de Kanetro Shindô y, de acuerdo al poco objetivo consenso de la crítica moderna, entre los que me incluyo sólo en esta ocasión, una de las mejores cintas de la historia.

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