Uno de los principales retos del cine es mentir de forma convincente; engañar al espectador de tal manera que, pasados algunos minutos, éste sea incapaz de diferenciar a aquellos personajes que ve reflejados en pantalla del mundo que lo rodea las veinticuatro horas del día. Ese magistral engaño, producto de un delicado balance entre guión y actuaciones, sin importar si se trata de una historia fantástica de ciencia ficción o de un drama descarnado, es el único responsable de que en las salas de cine, lugares por demás seguros y aislados de todo estímulo externo, los espectadores sean capaces de sumirse en el llanto más inconsolable o en la más auténtica felicidad.
La primera media hora de Life of Pi, última incursión fílmica de Ang Lee desde su curiosa deconstrucción de la cultura hippie en Taking Woodstock, es un penoso ejemplo de cómo destruir ese engaño emocional que conecta al espectador con el cine. Con presteza, Lee dispara una serie de secuencias construidas con base en diálogos antinaturales y pseudomoralistas que tratan de dibujar, en un ridículo preámbulo donde incluso la música está diseñada para extraer los sentimientos más cursis y melosos de la audiencia, el perfil de cada uno de sus personajes: padre rígido con profundo afecto por la ciencia y condescendiente ante cualquier manifestación religiosa; madre abnegada; hermano intrascendente que apoya a su padre; y protagonista infantil: genio mnemotécnico cuyo profundo deseo de búsqueda espiritual lo orilla a ser miembro de tres religiones de forma simultánea.
Una vez utilizados todos los clichés posibles de la narración en tercera persona, ya que la historia es contada por el protagonista décadas después, Ang Lee decide convencer a su público de no abandonar la sala al introducir súbitamente una espectacular secuencia, que bien vale el costo de la entrada al filme, en la que Pi, el protagonista, y su familia, dueños de un Zoológico en India, ven cómo el barco en el que navegaban rumbo a Canadá para vender a los animales del zoológico en quiebra comienza a hundirse irremediablemente.
En uno de los derroches más espectaculares de genialidad visual que he visto este año, el enorme barco zozobra en medio del Océano Pacífico entre caos humano, pánico animal, y ese horror visual que transmite la inmensidad del océano en toda su negrura , dejando al pequeño Pi completamente solo en un bote de rescate junto a una zebra, una hiena, un gorila y un salvaje tigre de Bengala.
Es a partir de este momento que el insoportable elemento adoctrinador de la primera media hora del filme se reduce a su mínima expresión para asumir, de forma mucho más afortunada, el desarrollo de una aventura en la que el esmirriado protagonista deberá aprender a sobrevivir, varado en medio de la nada, en compañía de una de las criaturas más feroces de la tierra, mientras combate el hambre, la desesperación y la locura.
Genial resulta la mancuerna que Lee hace en compañía del chileno Claudio Miranda, componiendo una conjunción de secuencias de asombrosa belleza y poderío visual, dignas de verse en la pantalla más grande que pueda encontrarse, las cuales consiguen, a través de la imagen y de los momentos más instintivos de la actuación del joven Suraj Sharma, entregar los únicos instantes de dramatismo verdaderamente honesto y sin pretensiones de la cinta.
Por desgracia, la película en todo momento se ve inmersa conceptualmente en un halo de sabiduría forzada, el cual coloca al espectador en ese papel de discípulo tonto que tanto le ha funcionado a personajes como Paulo Coelho, situación que intuyo no es atribuíble al director Ang Lee sino al aclamado escritor de la novela homónima, Yann Martel.
Poco más puedo decir de esta maravillosa orgía visual, cuyo trasfondo filosófico final se reduce a que es mejor evadirse en la creencia de Dios que aceptar la muchas veces cruenta realidad, sin embargo, el éxito de taquilla de Life of Pi, vuelve a probar que en gustos no hay nada escrito y que, por desgracia, todo lo que acaban de leer probablemente no les parezca ni remotamente acertado.