Siempre he estado en contra de las aseveraciones que indican que, dentro del entorno del arte, un tema ha quedado ya completamente agotado y no puede hacerse absolutamente nada que supere a determinadas obras que, en calidad de deidades, representan la perfección expositiva de dicho tema o movimiento artístico. Sin embargo, también se vuelve innegable que la tarea de superar algunos hitos clásicos puede adivinarse casi imposible, por lo que muchas veces es mejor evitar el enfrentamiento directo, a quedar por debajo de uno de esos perfectos monstruos productos de la genialidad humana.
Tal es el caso de las adaptaciones cinematográficas de Fausto, la novela más representativa del autor cumbre del romanticismo alemán, Johann Wolfgang von Goethe, que, para desgracia de los artistas modernos, recibió en el año de 1926 de manos del también alemán Friedrich Wilhelm Murnau, el que hasta ahora continúa siendo su mejor tratamiento fílmico, a la vez que una de las películas cumbre de la historia de la cinematografía mundial.
Competir contra lo anterior, aunque no imposible, deviene en un conflicto del que cualquier cineasta en su sano juicio preferiría escapar, sin embargo, el director ruso, Aleksandr Sokurov, decidió llevar una vez más a la gran pantalla el mito de Fausto, para cerrar de esta forma su tetralogía del poder, compuesta hasta ahora por tres cintas que, a partir de ficciones ancladas en un sólido terreno histórico, analizaban la relación de tres gigantescos líderes del siglo pasado con el poder: Moloch (Hitler), Taurus (Lenin) y The Sun (Hiroito).
En un claro intento por concluir la tetralogía con un viaje mucho más orientado a los orígenes de la relación del hombre con el poder, Sokurov adapta de forma muy libre el relato de Goethe, transformándolo en un viaje de sensaciones visuales muy poderosas, que sin embargo se mezclan a través de un penoso guión que, en vez de partir de los reconocidos textos de Goethe o incluso de la reinterpretación que del mito hace Thomas Mann, intenta humanizar el relato y despojarlo en gran medida de su fuerte carga religiosa, hasta finalmente quedarse con apenas un torpe esbozo de la linea argumental original, que ni siquiera consigue explicarse a sí misma de forma coherente, y que salta con presteza de un pasaje a otro como si se aborreciera cualquier atisbo de ilación narrativa.
Sokurov recurre una vez más a su característica ambición innovadora de la imagen, utilizando lentes distorsionados que, en combinación con un fuerte trabajo de postproducción y corrección de color, generan una experiencia cargada de belleza visual que incluso entrega un par de secuencias francamente memorables. Sin embargo, ese estudio del poder que motivó la creación de la mencionada tetralogía, recibe una conclusión superficial que se apoya en argumentaciones extremadamente vagas, las cuales demuestran un nulo interés por desentrañar la complejísima red de interacciones que se da entre el poder, como supremo Mefistófeles, y la humanidad.
Poco pueden hacer las correctas actuaciones de Johannes Zeiler, como Fausto, Isolda Dychauk, como la joven objeto de su deseo, y el mimo ruso Anton Adasinsky, como un prestamista que asume el papel de Mefisto terrenal, para incrementar el interés del espectador durante las más de dos horas de este metraje que, por desgracia, se desliza siempre entre el tedio asociado a la intrascendencia de su contenido y la eventual belleza visual.
Ganadora del León de Oro en el festival de Venecia, Faust es una cinta que yergue una muralla emocional entre el espectador y lo que se ve en pantalla, volviéndose una tarea imposible sentir cualquier tipo de empatía por esos personajes que vagan en esta pesadilla sin sentido, cuyo único valor respondería a la posibilidad de exhibir un conjunto de sus secuencias, de forma aislada, en alguna reconocida galería de arte contemporáneo.