La primera vez que vi Gummo, filme debut del director norteamericano Harmony Korine, sufrí un impacto tan fuerte que decidí ver todo el cine que pudiera del, en ese entonces desconocido para mí, genial director que había sido capaz de visualizar y crear una cinta experimental tan potente en forma y contenido. El resultado inmediato de aquella investigación me llevó de la mano a su segunda película, Julien Donkey Boy, que por si fuera poco había sido filmada bajo los fundamentos del movimiento Dogma 95, creado por Lars von Trier y Thomas Vinterberg, y que entre sus actores principales contaba con el mismísimo Werner Herzog. Impactado por la nueva experiencia fílmica, Korine, en mi mente de adolescente, tenía que ser un hombre imponente, un dios del cine de dos metros de altura, un gigante con voz grave y un intelecto absolutamente apabullante que, como broche de oro, había saltado a la fama por escribir, a sus 18 años, el guión de la obra maestra de Larry Clark, Kids.
El shock fue terrible cuando vi a Korine físicamente por primera vez en la penosa entrevista que dio al show de David Letterman, con el objetivo de publicitar el libro titulado A Crackup at the Race Riots. El director que tanto había idolatrado era pequeño, retraído, con aspecto de niño desaliñado y, peor aún, aparentaba sufrir algún tipo de impedimento psíquico, al grado de que pasé meses pensando, después de analizar varias entrevistas más, que el hombre padecía un severo retraso mental.
Años después, cuando Harmony abandonó su exilio autoimpuesto después de Julien Donkey Boy, con las diametralmente opuestas Mister Lonely y Trash Humpers, comprendí finalmente que Korine ha pasado la mayor parte de su vida estudiando cuidadosamente las más diversas formas de provocación social, convirtiéndose a sí mismo, durante su juventud, en una especie de pieza conceptual envuelta en terribles escándalos de drogadicción y excesos, como una especie de investigación profunda en carne y hueso sobre los temas que habían atrapado su atención desde Kids y que ahora, casi 18 años después, se concretan a través de su nueva obra magna.
Spring Breakers es una cinta cuya temática podría resultar hasta cierto punto convencional dentro de la filmografía de Korine, pero que sin embargo se presenta verdaderamente atípica para el amplio sector comercial hacia el que está pensada su distribución.
Hábilmente diseñada como una película que puede reunir en una misma sala a adolescentes en busca de una comedia con senos gratuitos, junto a fanáticos del cine más radical, impactante y perverso de Korine, Spring Breakers es ese maravilloso “poema pop” que su director había vaticinado meses antes del estreno del filme, en el que se mezclan con pasmosa habilidad los leitmotivs más explotados de la cultura popular norteamericana, junto a una siniestra reflexión sobre la juventud del nuevo siglo y sus principales motores psíquicos.
Desde la tipografía de su secuencia de títulos, que inaugura la banda sonora compuesta por Cliff Martinez (Drive) y por el consagrado rey del dubstep de la escuela norteamericana, Skrillex, Spring Breakers es un constante encadenamiento de decisiones correctas. Sin embargo, el acierto principal de la cinta se encuentra en el maravilloso reparto que utiliza a Vanessa Hudgens y Selena Gomez, ídolos de la facción más virginal de la cultura pop contemporánea, quienes de forma todavía inexplicable para mí aceptaron asociarse con el director de Trash Humpers, en combinación con un grotesco e irreconocible James Franco, quien en todo momento bordea la línea del ridículo al interpretar a un gángster psicópata del área de St. Petersburg en Florida, pero que gracias a los diálogos escritos por Korine y a su brillante capacidad actoral, no sólo resulta en todo momento creíble, sino que alcanza niveles memorables de dramatismo.
El filme narra la historia de un grupo de chicas que deciden robar un restaurante de comida rápida para poder viajar a Florida durante el famoso spring break. Una vez ahí, el desenfreno emocional y su obsesión por sacar el máximo partido sensorial de cada instante, las harán caer en las garras de Alien, un demencial narcotraficante que convertirá el viaje de las chicas, cuyo objetivo inicial era la diversión sin sentido, en una pesadilla psicodélica cargada de violencia, drogas, dinero fácil, y todos los componentes del american dream, a través de la cual, las cuatro adolescentes irán descubriendo las ventajas y desventajas de la carencia de límites.
Maravillosa experiencia visual y emocional, en la que Korine consigue crear algunas de las escenas más hermosas de su carrera al ritmo de Britney Spears, Spring Breakers es un espejo para esa juventud que surge como respuesta a los límites morales del estado y al bombardeo mediático pop, conjuntando las peores partes de ambos mundos y dando como resultado grotescos híbridos que exhiben códigos morales a todas luces contradictorios, pero que dentro, muy dentro, siguen teniendo, casi al punto de la extinción, esa llamarada de esperanza que hace que la juventud siga valiendo la pena.