Me gustaría pensar que Lucian Freud vio en algún momento de su vida la primera secuencia de Les amants du Pont-Neuf y quedó maravillado. Me gustaría verlo ahí, sentado en la sala de cine, observando ese portento visual y emocional que Leos Carax construye para el inicio de su épica historia de amor entre dos vagabundos parisinos. Me gustaría sentir la emoción de Lucian al reconocer sus trazos en el cuerpo de un Denis Lavant que, completamente ebrio y poseído por la nada, se arrastra por una nocturna avenida, mientras restriega frenéticamente su frente contra el pavimento justo antes de ser arrollado por un lujoso automóvil que no se digna siquiera a frenar. Me gustaría ver a Lucian maravillado con el manicomio sobre ruedas en el que la policía deposita al ensangrentado personaje de Denis Lavant, un autobús que, repleto de vagabundos histéricos, ebrios y dementes, cruza la noche rumbo a un albergue parisino. Pero por encima de todo, me gustaría ver los ojos de Lucian recreándose con el blanquecino cuerpo de Lavant, completamente desnudo, sometido a esa máxima tensión muscular que le imbuye el instinto de supervivencia, e intentando levantarse, espasmódico, mientras el agua de la ducha comunitaria del albergue cae sobre su piel.
Ignoro si el encuentro entre el nieto de Sigmund Freud y la obra del director francés alguna vez sucedió, pero la innegable relación de esa secuencia inaugural, que constituye uno de los logros dramáticos y estéticos más sobresalientes de la obra de Carax, con las pinturas del famoso artista británico, me hace fantasear y desear que así hubiera ocurrido.
Estelarizada por Juliette Binoche, en uno de los papeles más emocionalmente desgastantes de su carrera y por el casi siempre soberbio Denis Lavant, el filme reúne a un tragafuegos alcohólico y profundamente deprimido, que vive junto a otro amigo en una de las salientes del Pont-Neuf, y a una mujer cuyo aspecto visual es el de una vagabunda destruída moralmente, pero que se delata de otro estrato social al cargar siempre un portafolios repleto de grandes formatos de papel en los que pinta constantemente con soltura.
La interacción entre ambos personajes, uno habitante perenne de la desgracia y el otro un simple turista en el infierno, deviene en una tormentosa relación amorosa reminiscente de la hermosa Pierrot le Fou, de Godard, pero insertada en un mundo más humano, más sucio y más despiadado que ésta.
Decenas de viñetas de gran belleza visual, impregnadas en todo momento con la poética que emana de lo decadente, van hilando un relato enternecedor que coloca al amor en un contexto completamente ajeno a los códigos que Occidente nos ha implantado respecto al amor tradicional, situación que, por su extrañeza, constituye un aliciente para mantener en todo momento el interés del espectador.
Al leer lo anterior, resulta triste imaginar lo que esta cinta, con su temática, sus estupendos actores y su brillante fotografía, pudo haber sido de haber tenido Carax un mejor manejo del ritmo y sobre todo del último cuarto del filme, en donde todos los puntos ganados por originalidad en un inicio, se pierden en ese grotesco final que vuelve a remitir al espectador al cine francés que disfraza su cursilería con forzadas poses de intelectualidad barata, muy al estilo de obras como Amélie.
A pesar de lo anterior, Leos Carax consigue transmitir destellos de un cine genial e increíblemente potente, que deslumbra al espectador con secuencias que permanecen en la memoria como cuadros de increíble belleza compositiva, en los que la música constituye el catalizador definitivo de las emociones plasmadas en la pantalla. Sin embargo, la revisión de esos momentos viene acompañada del recuerdo de la imposibilidad de Carax por terminar su filme con un ápice de coherencia, situación que me habría enfadado de sobremanera en los años de su estreno, pero que sin embargo ahora tomo con filosofía al ver que es un problema que con el tiempo ha quedado completamente resuelto en su filmografía.