12 Years a Slave (2013)

La sensiblería es uno de los grandes cánceres del cine comercial. Cada año, centenas de películas moralistas abordan las pantallas de todo el mundo para transmitir historias diseñadas para provocar la lágrima fácil en el espectador. Del mismo modo, temas clave como el holocausto judío, el ensalzamiento de héroes históricos, la representación de alguna enfermedad terminal, etc. se han convertido en muletillas para cosechar lágrimas y de paso varios premios dentro del circuito del cine hollywoodense.

Hay que tener corazón de piedra para no estremecerse con las imágenes de los niños nadando en las letrinas de Schindler’s List, o para no sentirse inspirado por la tremenda lucha de Tom Hanks contra el SIDA en Philadelphia, sin embargo, existe una delgada línea que separa a estas cintas, que además de contar con una historia desgarradora desbordan técnica y calidad, de fenómenos oscarizables como Precious, específicamente diseñados para explotar de forma completamente irreflexiva los sentimientos más primarios del espectador.
El director británico Steve McQueen, después de un fecundo paso por el videoarte, que le valió la obtención del premio al artista visual británico del año en 1999, ha cimentado su carrera cinematográfica en películas que se caracterizan por sus cruentas tramas, sin embargo, McQueen había conseguido mantenerse al margen de la sensiblería moralista en sus primeros dos filmes, a pesar de relatar en ellos historias que fácilmente habrían podido caer en los derroteros de la moraleja.

12 Years a Slave representa tal vez el reto más complicado del cineasta británico hasta la fecha. ¿Cómo filmar la historia de Solomon Northup, un hombre afroamericano libre, oriundo de Nueva York, que es secuestrado, vendido y mantenido 12 años como esclavo en Luisiana, sin convertir el relato en un irreflexivo pasquín a favor de la negritud y en un catalizador del llanto por el llanto? El resultado, como era de esperarse, es emotivamente abrumador, sin embargo, la conceptualización que McQueen hace de la psique del amo y el esclavo se aleja de los lugares comunes exhibidos en incontables ocasiones.

Tal vez su filme más convencional en el aspecto compositivo de la imagen, 12 Years a Slave le permite a McQueen dedicarse a fondo en la construcción de personajes, relegando su faceta de innovador visual a un segundo plano, y preponderando el deseo de transmitir de forma “objetiva” el relato escrito por el propio Solomon a mediados del siglo XIX.

Construída enteramente sobre los hombros del fantástico actor de padres nigerianos Chiwetel Ejiofor, la cinta aborda de manera irrestricta y directa la forma en la que muchos de los esclavos, sometidos y humillados con violencia en las plantaciones sureñas de Estados Unidos, se veían a sí mismos como mercancía, incapaces de concebirse merecedores de la libertad que el personaje principal del filme había experimentado y deseaba profundamente.

12 Years a Slave es también un relato complejísimo sobre lo que ocurre en la mente de la figura del amo, representado en la película por dos vertientes principales, la primera a cargo de Benedict Cumberbatch, un hombre consciente de los problemas asociados a la esclavitud y defensor hasta cierto punto del trato humano entre sus “negros”, pero incapaz de actuar para influir en un cambio palpable; mientras que en el otro extremo del espectro psíquico aparece el personaje interpretado por Michael Fassbender, un hombre despiadado, convencido de su superioridad racial y de su derecho para poseer y usar a los esclavos como le venga en gana, pero conflictuado enormemente por la atracción que siente hacia una de sus esclavas, maravillosamente interpretada por Lupita Nyong’o. En ambos amos, siempre, el conflicto de lo indefendible se hace presente en mayor o menor medida.

El hecho de que McQueen haya priorizado al fondo sobre la forma, no significa que en 12 Years a Slave no aparezcan secuencias de estilizada belleza. Esparcidos a lo largo de la cinta se encuentran momentos, casi siempre asociados a situaciones terribles, en donde se percibe una vez más el virtuosismo del director británico y del fotógrafo Sean Bobbitt tras la cámara. Secuencias que se regodean en el uso excesivo del tiempo para marcar la intrascendencia de un acto horrendo a través de la cotidianeidad, como en la escena del “ballet del ahorcado”, o instantes magistrales que apenas duran medio segundo, pero cuyo nivel de crudeza sobrepasa los límites emocionales del espectador (véase la despedida de Solomon y el posterior desmayo, casi imperceptible pero profundamente desgarrador). En esos momentos, la mente del espectador no está perdida en el llanto incontrolable, está pendiente, elucubrando preguntas, con el cerebro trabajando a todo lo que da. Adiós, sentimentalismo barato.

Cuando alguien ha filmado apenas 3 cintas, y la peor de ellas es una experiencia tan impactante como 12 Years a Slave, creo que se pueden empezar a utilizar calificativos como: autor, genio y artista. Sin lugar a dudas, Steve McQueen es todo eso y más.

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