Feel-good movies. El término en sí resulta horripilante, sin embargo, bajo dicho apelativo se han encasillado durante décadas incontables películas que de forma simplista podrían resumirse como: “cintas que nos hacen sentir bien con nosotros mismos al abandonar la sala de cine”. Usualmente estructurados como viajes narrativos repletos de esperanza y lecciones morales simples, pero “entrañables” para el espectador promedio, las feel-good movies tienen un amplio campo de acción que va desde comedias románticas, como la sobrevaloradísima Amélie, hasta el cine bélico, como La vita è bella.
Casi siempre poco halagador dada su asociación con fórmulas narrativas puramente sentimentaloides, el término feel-good movie ha encontrado a uno de sus más brillantes y atípicos exponentes en la más reciente cinta de Lukas Moodysson, We Are the Best, relato que aborda el proceso por el que unas pubertas suecas deben pasar para formar una banda de punk en la década de los ochenta, época en la que se había decretado la muerte de dicho género musical, y grupos como Joy Division o Siouxsie and the Banshees inundaban las ondas radiales para dar paso al auge del post-punk.
Dos chicas de catorce años pasan los días escuchando punk y asistiendo a la escuela en un barrio clasemediero de Estocolmo, una de ellas hija de padres divorciados y la otra inmersa en una dinámica familiar sin mayor problema, deciden iniciar una banda al ver la oportunidad de ensayar en el estudio de música de su escuela. El dúo se convierte en trío cuando una talentosa pero reprimida estudiante, proveniente de un hogar profundamente religioso, se une a las entusiastas adolescentes que, a partir de su reducido microcosmos social, reinterpretan los ideales del punk para generar un contestatario primer sencillo en contra de la clase de deportes de su escuela.
El resultado es una inspiradísima oda a la adolescencia, a la amistad y a los conflictos vitales que fungen como rito de paso a la adultez, narrada con una mesura y una lucidez extraordinarias.
De forma consciente, Moodysson se aleja de cualquier drama extremo, mostrándose mucho más interesado en perfilar a sus personajes con la mayor veracidad posible, que en utilizar las consabidas fórmulas de creación de conflictos dramáticos. Al director sueco le tiene sin cuidado la lágrima fácil, ya que el objeto de su estudio no son las infancias conflictivas asociadas al alcoholismo, la drogadicción o el abuso familiar, tan sobreexplotadas en la cinematografía moderna, sino esa infancia que, a pesar de no carecer por completo de conflictos, tiene el encanto de la rutina, de lo ordinario y de la belleza que late incesantemente tras el día a día.
La impecable ejecución histriónica por parte de las tres chicas protagónicas deja entrever la gran habilidad de Moodysson para dirigir a sus actores, los cuales, además de exudar una extraordinaria naturalidad, dan pistas sobre un proceso de filmación gozoso, situación que inmediatamente se permea a lo largo de toda la cinta y se incuba en el ánimo del espectador.
El sobrio trabajo fotográfico de Ulf Brantås, acompañado por una nostálgica banda sonora cimentada en potentes tracks de punk sueco, son el broche de oro a una de las obras más memorables de Moodysson y a una cinta que, por primera vez en mucho tiempo, enaltece el muchas veces vergonzante término de feel-good movie.