Mi historia con Alejandro Jodorowsky comenzó hace ya muchos años cuando mi padre me metió a hurtadillas, a pesar de mi escandalosa minoría de edad, en una sala de la cineteca para ver El Topo, western metafísico inolvidable que cimentó mi primer contacto con ese atípico director parido físicamente en Chile y artísticamente en México. No fue sino hasta algunos años después, dada la dificultad asociada con encontrar su filmografía, que gracias a la piratería devoré con fervor, y en flamante formato VHS, todas las películas del cineasta que, junto a Federico Fellini, se convertiría en el gran catalizador de mi futura afición al cine.
Tras la desafortunada cancelación de King Shot, ese proyecto fílmico muy al estilo de Dune que Jodorowsky publicitó como su gran regreso al cine, y que generó grandes expectativas tras anunciarse la participación de Marilyn Manson como un Papa de 300 años, y la incorporación de Nick Nolte, Udo Kier y Asia Argento como parte del elenco, Jodorowsky decidió moderar sus ambiciones presupuestales para filmar su celebrada novela autobiográfica, La danza de la realidad.
Tras conseguir el financiamiento gracias a una interesante campaña lanzada a través de una página similar a kickstarter.com, que en teoría le permitió convencer a las productoras Caméra One y Le Soleil Films para que apoyaran el proyecto, Jodorowsky se embarcó en un mítico regreso a Tocopilla, su pueblo natal, para filmar el que muy probablemente sea el último filme de su carrera.
Ambientada en Chile durante los años cuarenta, La danza de la realidad, más que retratar la infancia de Alejandro Jodorowsky, es la recapitulación de la multitud de influencias que lo formaron a lo largo de sus primeros años de vida, enfocándose principalmente en la figura de la madre, a quien da vida la soprano Pamela Flores, y del padre, maravillosamente interpretado por Brontis Jodorowsky, quien curiosamente había actuado décadas atrás como el hijo de la transformación western de su padre en El Topo.
Fundador y principal gurú de la psicomagia, disciplina que mediante introspección y simbolismos sana al paciente al reconciliarlo con su pasado y principalmente con sus vínculos familiares, Jodorowsky toma al filme como un potente acto de psicomagia para sí mismo, acudiendo a sus hijos Cristóbal, Adán y Brontis para exorcizar viejos demonios mediante su desempeño de funciones clave dentro de la película: Brontis como protagonista; Adán como compositor de la estupenda banda sonora del filme y como actor en un modesto papel; y finalmente Cristóbal, quien da vida a Teósofo, personaje crucial que abre la mente del joven Alejandro al mundo.
El imaginario que Jodorowsky despliega en la cinta, al que bien se podría describir como una especie de realismo mágico, se centra inicialmente en la relación del pequeño Alejandro con sus padres y con el mundo que lo rodea, en ese pueblo chileno árido y casi sacado de un western que cae directamente de las montañas hacia el mar. Inicio bastante flojo que confía demasiado en un cúmulo de efectos especiales poco efectivos, dado el bajo presupuesto involucrado en la creación del filme, y en un lirismo poético que muchas veces se siente forzado, evidente y vacío.
Por fortuna, tras el lamentable inicio de la película, y conforme la historia del padre comienza a tomar fuerza, Jodorowsky consigue rehacer un filme que parecía perdido, sumergiéndose en ese nuevo estilo del cineasta chileno, el cual sacrifica las provocaciones de sus años mozos en pos de construcciones líricas de gran belleza, con lo que se ven mermadas las representaciones de violencia y deformidad tan características en su cine, y se explota esa nueva faceta, no más sensible, sino más sensitiva.
No completamente alejada de la controversia, La danza de la realidad cuenta con muchos de los sellos estéticos de Jodorowsky, como una banda de amputados, un hilarante enano que provee al filme de interesantes segmentos de comedia, y una polémica pero simbólicamente hermosa secuencia de “lluvia dorada”. Elementos que a lo largo de la cinta contrastan con escenas estéticamente hermosas, que de la mano de la experimentada directora de fotografía, Jean-Marie Dreujou, adquieren proporciones memorables (véase la entrañable secuencia del niño Alejandro y su madre convirtiéndose en noche).
La danza de la realidad tiene la firma de Jodorowsky en cada cuadro, sin embargo, este Jodorowsky es muy diferente al que filmó Fando y Lis o La montaña sagrada, éste es un hombre que abandona su obsesión con el futuro, y vuelve sobre sus pasos para poner un emocionante punto final a una carrera que se erige, sin lugar a dudas, como uno de los grandes pilares del cine mexicano. El telón ha caído, ya podemos enmarcar la obra de Alejandro y despedirla con un aplauso, mientras presenciamos su lento caminar hacia la inevitable trascendencia.