Birdman (2014)

En Birdman, quinta película del director mexicano Alejandro González Iñárritu, hay una secuencia en la que Michael Keaton, quien interpreta a un actor que tras protagonizar la saga de un superhéroe ve cómo su carrera se desmorona (cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia), decide ir a comprar una botella de licor un día antes del estreno de la obra que puede revivir su carrera dramática. La depresiva caminata que conduce al personaje por las calles de Nueva York, ciudad que en manos de Iñárritu adopta el papel de descomunal set teatral, desemboca en una licorería repleta de luces, mientras una voz, que aparentemente habita dentro de la mente de Keaton, recita el célebre soliloquio de Shakespeare sobre “el ruido y la furia”. El ambiente profundamente onírico de la tienda sirve para que la cámara de Emmanuel Lubezki, fotógrafo superestrella del momento, que debería con toda justicia conseguir su segundo Oscar al hilo con esta maravilla, se recree entre las luces de colores y la cara demacrada de Keaton que sale, bolsa de estraza en mano y con la novena sinfonía de Mahler como acompañamiento, a una calle en donde la cámara descubre que los diálogos de Macbeth son recitados por un vagabundo al borde del colapso. La abrumadora complejidad conceptual, narrativa y técnica de esos minutos, resume a la perfección lo que González Iñárritu pretende hacer a lo largo de las dos horas de duración de Birdman: en primer lugar tenemos la brillante técnica visual de Lubezki, quien para este proyecto consigue generar la ilusión de que el 90% del filme está compuesto por una gigantesca toma sin cortes de poco más de hora y media de duración, proeza detrás de la que se esconden algunos cortes disfrazados, pero que aún así involucra una grandiosa complejidad de coordinación histriónica y fílmica, ya que, si no dura 90 minutos, la falsa toma sin cortes está compuesta a su vez por varias tomas secundarias con duraciones de más de 10 minutos cada una, situación que eleva la complejidad técnica de filmación y de la posterior corrección de color a grado sumo, todo esto sin contar la dificultad asociada a generar con dicha técnica la alucinante cantidad de momentos hermosos que la lente de Lubezki consigue captar; en segundo lugar tenemos al cúmulo de actores que rodea esta obra magna: Emma Stone como la hija de Keaton, Zach Galifianakis como el productor de la obra, Naomi Watts como una de las actrices protagónicas, y por encima de todos Edward Norton como el actor joven y altanero, y Michael Keaton, en el mejor papel de su vida, como ese despojo de actor que cree que vale más de lo que es, y que pelea con garras, dientes y sangre para conquistar la trascendencia que cree merecer; en tercer lugar está la gloriosa banda sonora, que salvo por algunos instantes en los que Iñárritu recurre a Mahler o Tchaikovsky para apuntalar momentos de gran dramatismo, está compuesta por las brillantes improvisaciones jazzísticas de Antonio Sanchez, las cuales llegan incluso a coexistir de forma visual con la trama, contribuyendo a ese aspecto a veces onírico y a veces esquizofrénico que Iñárritu construye, con todo y homenaje a Fellini incluído (véase la secuencia del vuelo de Keaton por el túnel), con maestría desmedida; y finalmente, en cuarto lugar de mención, pero no en último de importancia, está la historia que Iñárritu escribe junto a Nicolás Giacobone, Alexander Dinelaris y Armando Bo, la cual aborda con lucidez una abrumadora cantidad de conflictos que por sí mismos requerirían filmes independientes, pero que a lo largo de dos horas se concatenan a la perfección en una bestia que en manos de cualquier otro director habría resultado incontrolable, pero que en poder de Iñárritu se convierte en un relato que disecciona el miedo a la intrascendencia y al amor, así como la intensa pasión del artista que lo sacrifica todo por una necesidad instintiva que, más que ideal intelectual concreto, surge de una fuerza interior que ni él mismo acaba por comprender, pero que lo obliga a sumergirse en un proceso creativo irrestricto, así como en la autodestrucción que dicho proceso conlleva.

“Estoy en quiebra. Lo he arriesgado todo por esta obra”, le dice Keaton a una crítica que amenaza con destruir su obra el día del estreno, “…tú nunca has arriesgado nada en la vida… no has creado nada… eres únicamente una adjetivadora… una catalogadora…”. Irónicamente, la crítica que había sido mordaz con los últimos trabajos de Iñárritu no tiene más remedio que rendirse ahora ante él. Bien jugado, Alejandro, ante esta virtuosa pieza de cine ya sólo nos queda aplaudir y guardar silencio.

[NOTA: este texto está estructurado, tramposamente por supuesto, en dos tomas principales, del mismo modo que el filme del que habla]

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