La fórmula del thriller policíaco ha sido, principalmente en la última década del siglo XX y en lo que llevamos del XXI, un género que se ha estudiado, diseccionado y sobreexplotado con una obsesividad casi incomparable a cualquier otro tema novelístico o cinematográfico (no hace falta más que ver la miríada de series policíacas que pululan por la programación televisiva actual). La razón es simple: el público en general suele disfrutar intensamente de un misterio medianamente bien construido. No importa que el clímax deje cabos sueltos o se solucione a partir de una obviedad, el truco del thriller consiste en mantener al espectador alerta, asimilando poco a poco tanto la historia como todos y cada uno de los personajes que en ella aparecen, en busca de una pista, de un guiño o de una resolución, que acabe con la intolerable angustia que deviene del hecho de no saber quién hizo aquello que se investiga.
He ahí el gran reto que Alberto Rodríguez emprende con La isla mínima: tomar un género extremadamente popular, que a lo largo de la historia del cine ha engendrado clásicos inatacables, e intentar darle un giro lo suficientemente innovador para que el público no salga de la sala comparando al filme con “un buen capítulo de CSI”.
La historia es muy simple: dos chicas han desaparecido en un pueblo andaluz y dos detectives madrileños llegan a la localidad con la intención de resolver el caso. Es a partir de esta modesta premisa que el filme comienza a construir su misterio inicial, valiéndose de las claves y técnicas de cualquier thriller medianamente decente, complicando la historia conforme el metraje avanza, y planteando teorías que se entremezclan en un perverso entramado que sirve únicamente para ahondar, no sin cierta habilidad y encanto, en el pasado y la personalidad de los dos detectives protagonistas.
El problema es que la elección de Rodríguez por dejar en segundo plano al perverso misterio, que se “resuelve” con premura y torpeza, con tal de potenciar la dinámica entre los dos detectives madrileños, da lugar al fracaso narrativo de la película, por la simple razón de que sus personajes no son lo suficientemente interesantes como para reemplazar la necesidad de conocer la resolución del misterio. Situación que se acentúa al presentarse por milésima ocasión esa muletilla del “franquismo como eje de maldad”, que el cine español aún no consigue superar.
En cuanto a los aspectos técnicos, Rodríguez muestra una gran solvencia como director, perfilando un ritmo narrativo ágil que le permite al filme mantener al espectador interesado, al menos hasta su último cuarto, cuando todo comienza a desmoronarse.
Probablemente sea el virtuosismo indiscutible del fotógrafo Alex Catalán el aspecto más sobresaliente de la cinta, al componer secuencias verdaderamente memorables (véase el travelling diagonal que sigue a toda velocidad a uno de los detectives mientras persigue a un cazador furtivo) que en combinación con las bellísimas vistas aéreas que Catalán transforma en inolvidables cuadros orgánicos abstractos, convierten al filme en una gran experiencia visual.
Buen intento que por desgracia no termina de cuajar, La isla mínima, que por cierto arrasó en los premios Goya, es una prueba más de las interesantes propuestas que está pariendo, a cuentagotas pero de forma consistente año tras año, el cine español contemporáneo.