En el siglo de la corrección política la búsqueda por alcanzar el utópico equilibrio de razas, clases y sexos ha engendrado monstruos. Estoy de acuerdo: el estereotipo del hombre blanco, heterosexual y adinerado como bestia suprema ha comenzado a venirse abajo gracias a la incansable lucha de activistas, pensadores y líderes que, con determinación y coraje, han atacado los prejuicios racistas, clasistas y sexistas a los que seguimos –y seguiremos un buen rato– supeditados, para al menos fomentar una ilusión de mayor equidad. Los avances han sucedido, y aunque falta todavía mucho camino por andar (vaya frase más cliché), al analizarse los últimos cien años los cambios resultan dramáticamente palpables.
Por desgracia la cruenta lucha en favor de los derechos sociales, que se ha gestado desde la impotencia y la furia de aquellos que durante ¿siglos? ¿milenios? se han sentido ultrajados, ha generado en su incansable andar una corrección política cuya estupidez se contrapone a los nobles esfuerzos de su batalla ideológica. Desde ediciones literarias de Huckleberry Finn con la palabra nigger censurada, hasta la posibilidad de ir a la cárcel si en Alemania se te ocurre poner en duda la legitimidad histórica del holocausto judío, la hipersensibilidad del siglo XXI hacia lo políticamente correcto comienza a tocar terrenos chuscos y ridículos.
Fue precisamente esa corrección política el eje de la campaña promocional de Cuatro Lunas, segundo largometraje del mexicano Sergio Tovar Velarde, quien buscó al momento del estreno jugar la carta de la censura y la homofobia al no conseguir en un principio suficientes puntos de exhibición en el D.F. Lo anterior dio pie a que, a pesar de no haber generado un movimiento potente, Velarde consiguiera exhibir su cinta en más salas y recaudar (supongo) una mayor cantidad de dinero. Nada que reprochar ahí, la campaña tenía un objetivo y funcionó. Sin embargo, lo que si fue hasta cierto punto tramposo e indignante fue la validación, por parte de la campaña publicitaria en redes sociales, de la teoría “si no te gustó Cuatro Lunas eres un homófobo de clóset” .
Me alegra que filmes independientes como el de Velarde se mantengan más de una semana en cartelera (cosa que la inmensa mayoría de las cintas mexicanas no consigue), sin embargo, en este caso particular, ese aparente éxito poco tiene que ver con su calidad. Cuatro Lunas es una película torpe, que en sus peores momentos se siente como una mala telenovela y en sus mejores como un ejercicio estudiantil medianamente aceptable. Nada tengo en contra del formato televisivo y de bajo presupuesto usado en la película, sin embargo, la poca pericia de Tovar no consigue sortear los obstáculos que este formato implica y el resultado es francamente penoso. Daría por momentos la impresión de que Velarde, en colaboración con el fotógrafo Yannick Nolin, analizara sus composiciones visuales para encontrar casi siempre la toma más ordinaria posible, evidenciando una ambición visual prácticamente nula.
Los errores técnicos se mezclan a lo largo del metraje en un amasijo de horrores, aderezado con un argumento que llega dos o tres décadas tarde a la lucha por los derechos homosexuales en México. Un guion que se siente añejo y construído a partir de retazos de historias que hemos visto hasta el hartazgo –y mucho mejor filmadas–, con la honrosa excepción del cortometraje que aborda la fijación amorosa de un poeta fracasado, interpretado magistralmente por Alonso Echánove, hacia un escort masculino que encuentra todos los días en el sauna, segmento que estética y narrativamente constituye sin duda alguna lo mejor del filme.
En el departamento de actuación la cosa no mejora mucho que digamos. Actores de primera línea como Karina Gidi y Hugo Catalán fungen como secundarios, mientras los papeles protagónicos son monopolizados por actores como Alejandro de la Madrid y Antonio Velázquez, que le regalan al espectador la experiencia más aberrante de todo el filme al protagonizar, entre llantos y súplicas dignas del peor drama telenovelesco, el segmento en el que un par de chicos comienzan gradualmente a alejarse sentimentalmente. También para el cajón del olvido quedan el corto sobre la génesis de una pareja gay y otro que aborda la homosexualidad infantil, destacando de éste último la actuación del joven Gabriel Santoyo, que hace un esfuerzo histriónico digno de aplaudir.
Ojalá el cine independiente mexicano tuviera más difusión. Ojalá el cine independiente mexicano tuviera más calidad. Ojalá el cine independiente mexicano fuera más humilde al momento de juzgar los gustos del espectador promedio. Dejemos la corrección política de lado y digamos las cosas como son: esa aversión del público al cine independiente nacional no denota malinchismo, homofobia, o ignorancia, denota, en la mayoría de los casos, un deseo de mayor calidad cinematográfica.