Aterrorizar mediante imágenes es una tarea que con el paso de los años se antoja cada vez más difícil. Lo que hace poco más de un siglo era un cuarto lleno de espectadores horrorizados por la inevitable colisión de un tren en la blanca pantalla de los hermanos Lumière, ahora es una sala de cine que bosteza ante los gritos horrorizados de alguna mujer poseída, desmembrada o devorada por algún monstruo sobrenatural.
Contrario a lo que podría parecer la respuesta más sencilla, no creo que el hombre moderno sea un personaje que en cien años se haya vuelto insensible a la violencia –no hace falta mas que ver alguna de las ejecuciones reales del grupo terrorista ISIS para sentir un escalofrío incomparable al del horror ficcionado–. Lo que sucede es que estamos demasiado habituados a los códigos del horror fílmico, demasiado condicionados y demasiado listos para enfrentarlo dada la constante repetición de las fórmulas que se han usado hasta el cansancio.
Esa necesidad de renovar los cánones del horror ficcionado dio lugar a la aparición del found footage horror, género que mediante la premisa de exhibir grabaciones amateur hechas por personas desaparecidas o asesinadas consiguió, para fortuna de los cineastas independientes cuyos presupuestos suelen rayar en lo ridículo, engendrar una nueva corriente de cine de terror que probó ser tan efectiva como barata. La frontera entre el horror ficcionado y el real quedó hábilmente difuminada.
Seis años después de que The Blairwitch Project popularizara el found footage horror, y dos antes de que Paranormal Activity volviera a poner al género en boca de todos, el director japonés Kôji Shiraishi presentó la historia de un documentalista de lo paranormal, interpretado por Jin Muraki, que decide investigar la muerte de una madre y su hijo; la desaparición de una niña con poderes psíquicos; y las demenciales nociones sobrenaturales de un creyente de lo paranormal, que en conjunto se conectan entre sí a través de un pueblo adorador de un demonio antiquísimo llamado Kagutaba.
Prologado, como buen found footage film, por una secuencia que advierte de la desaparición del protagonista tras la filmación de su último documental, Noroi sumerge al espectador en una trama que evita repetir los esquemas clásicos del found fotage horror norteamericano, minimizando las secuencias de caos y gritos cámara en mano, para incentivar en su lugar la creación de una compleja historia que se desenvuelve –por exagerado que suene– entre apariciones fantasmagóricas, niños psíquicos, canibalismo, posesiones demoníacas y mitología oriental, de forma impecable y efectiva para crear una experiencia absolutamente delirante.
Shiraishi toma un género que inicialmente se había planteado como una experiencia puramente visceral, con guiones que a duras penas superaban el par de páginas de extensión, y con actuaciones que rayaban en lo amateur, para crear un filme visualmente sofisticado, narrativamente complejo, correctamente actuado, y con un sinnúmero de capas que se desenvuelven en un grotesco misterio que en ningún momento baja de intensidad,
Resulta necio afirmar que un filme es el “mejor de la historia” en algo, sin embargo Noroi, además de ser “históricamente” importante por influenciar profundamente a la exitosa saga de Paranormal Activity (véanse las secuencias en las que se instalan cámaras fijas en los cuartos), se yergue como la cinta de found footage que más he disfrutado al día de hoy: un documento fílmico indispensable que a pesar de su desaforado planteamiento se resuelve con bastante habilidad y, por fortuna, con grandes dosis de terror genuino.