En la era de la publicidad desaforada y el déficit de atención, los trailers y el hype son la clave del éxito. Durante meses el mito se construye: una foto del nuevo traje de Batman, un preview del teaser del trailer de la película (suena ridículo pero véase la campaña de The Hateful 8, de Tarantino), o algunos segundos de explosiones y destrucción descontextualizada, son suficientes para construir, durante meses, las expectativas de los espectadores que harán triunfar o fracasar al filme en el fin de semana de su estreno. Meses de lavado cerebral que desembocan en tres días de exhibición. Poco tiene que ver en esa ecuación de frenesí publicitario la calidad del filme. El esquema es, cuando menos, perverso y artísticamente aberrante.
Dentro de ese modelo de éxito cuidadosamente prefabricado –con perdón del uso cliché del adjetivo “prefabricado”– en ocasiones surgen gozosas anomalías que tiran por tierra la también ridícula preconcepción de que “pop es síntoma de mediocridad” –no hace falta mas que ver la gran adaptación que Christopher Nolan hizo del mito de Batman en The Dark Knight, o la trepidante y desaforada Avengers, ese enorme acierto de Joss Whedon y del clan MARVEL, que se cubrió de oro alrededor del mundo por su desparpajo y su búsqueda incansable por crear una experiencia de entretenimiento visual fuera de serie–.
Por desgracia, tres años después de ese golpe de ¿suerte?, Whedon vuelve a la carga con el rimbomante equipo de superestrellas superheroicas de MARVEL, para entregar en esta secuela –autocontenida pero encajada en el gigantesco universo de cintas de MARVEL como otra pieza del rompecabezas– un espectáculo remedo de lo que fue esa entretenida experiencia inicial en la que Thor, Iron Man, Hulk, Capitán América, y otros superhéroes, unían fuerzas para combatir a un ejército invocado por Loki (un interesante Tom Hiddleston), que arrasaba con la ciudad de Nueva York entre alardes visuales de una vertiginosidad encomiable.
En esta segunda aventura de los Avengers la acción no ocurre en una maravillosa ciudad primermundista, ya que Whedon traslada a sus personajes a Sokovia –un pueblo ficticio de Europa del Este, que sobra decir no tiene ni remotamente el atractivo de la locación neoyorquina del primer filme– donde se desarrollan los encuentros cruciales entre los héroes y el malvado súper robot Ultron: una pifia cibernética ideada por Iron Man, que se sale de control y manufactura, con los infinitos recursos de “yoquesédonde”, un ejército de robots pusilánimes que en ningún momento se sienten como una verdadera amenaza para el superheroico equipo.
Cabe recalcar que el principal problema de esta nueva entrega de Avengers no es la tibia amenaza que representa Ultron (a quien da vida la voz de James Spader), así como tampoco su profundamente imbécil plan para erradicar a la humanidad de la tierra, vamos, ni siquiera esa anónima locación de Europa del Este que al imaginario colectivo le importa poco si es destruida o no en mil pedazos. El verdadero problema radica en la dinámica que se genera a lo largo de las dos horas y media de metraje entre el cúmulo de personajes principales, dinámica que en la primera entrega se antojaba divertida gracias a un humor simple pero efectivo, y que en esta segunda incursión se acartona hasta niveles insostenibles, utilizando como único vehículo para conectar con el espectador un humor penosamente parvulario.
Decepcionante amasijo de los clichés repetitivos que pululan en el cine de superhéroes contemporáneo, Avengers: Age of Ultron es un ejemplo inmejorable de ese cine que infla sus taquillas a base de hype, para luego hundirse en el redituable y sobrepoblado pantano de los filmes olvidables de superhéroes.