Videodrome (1983)

Hey… better on TV than on the streets, right?

– Max Renn

Después de haber comenzado a cultivar su reputación como Dios underground del body horror gracias a Shivers y Rabid –ambas continuación de un mismo discurso pandémico sexual– y de haber maravillado con las extraordinarias The Brood y Scanners –cintas que saltaron la frontera canadiense para distribuirse con relativa fuerza en los reducidos pero potentes círculos de cine de género internacionales–, el cineasta David Cronenberg había comenzado a arañar el estatus de leyenda. Sin embargo fue en 1983 cuando el director canadiense vivió el que probablemente sería el punto de inflexión más importante de su carrera.

Es en ese año que Cronenberg estrena dos películas clave: The Dead Zone, adaptación de la novela homónima de Stephen King y su primer filme de alto presupuesto dado el respaldo de Dino de Laurentiis; y Videodrome, producida como sus anteriores cintas por la Canadian Film Development Corporation bajo el concepto de libertad creativa absoluta, dando como resultado no sólo el filme que se convertiría en la insignia de la carrera de Cronenberg hasta el momento, sino una de las experiencias más alucinantes que pueden verse en una pantalla grande al día de hoy.

En Videodrome Cronenberg analiza, con una clarividencia aterradora, el incontrolable deseo de experimentar estímulos visuales y emocionales cada vez más intensos, que en ese momento se había potenciado por el incremento de la oferta televisiva, y que décadas más tarde se magnificaría de forma exponencial con la llegada del Internet.

El protagonista del filme, interpretado por James Woods en el pico de sus posibilidades histriónicas, es un productor de cine porno que desea encontrar nuevas ideas para atraer más público al pequeño canal para adultos que opera junto con dos socios más. La metódica disección de los motores del placer que el personaje de Woods hace día tras día en busca del santo grial del porno, llega a su clímax cuando uno de sus ingenieros intercepta una señal de televisión satelital procedente de Malasia, en la que por unos minutos se ve un show sin trama en el que un grupo de encapuchados torturan y asesinan a mujeres al más puro estilo snuff. Impactado y encantado a partes iguales, el protagonista decide entrar en contacto con los productores del show, sin percatarse de que éste ha comenzado ya a alterar de forma violenta su percepción de la realidad.

Cronenberg crea un auténtico festín surrealista en el que su consabida obsesión por el horror físico llega a niveles superlativos (véase la gloriosa secuencia en la que el personaje de Woods guarda una pistola en sus entrañas para luego utilizarla posteriormente como una especie de extensión simbiótica de su cuerpo), y en el que la percepción de la realidad de los personajes y del propio espectador se difumina como nunca antes en una pesadilla profundamente perturbadora. Curiosamente, la demencia irrestricta del filme no está reñida con la claridad y cerebralidad de los conceptos que el director canadiense trata a lo largo del metraje, desmenuzando de forma brillante la relación existente entre la mente humana, la violencia, y sus múltiples interacciones con la sexualidad.

La legendaria Deborah Harry, quien da vida a una famosa psiquiatra que se convierte en el epítome de la sexualidad femenina en el filme, se une al memorable elenco escogido por Cronenberg, dentro del que destaca, además del icónico personaje de James Woods, Jack Creley como Brian O’Blivion (díganme que no aman ese nombre), quien encarna al misterioso creador de Videodrome: un hombre atípico que vive –literalmente– dentro de un gigantesco número de cintas en formato VHS.

Por si fuera poco, Videodrome cuenta con una impecable banda sonora compuesta por Howard Shore –gran amigo de Cronenberg y habitual colaborador a lo largo de su carrera–, así como con algunas de las secuencias más impactantes dentro de la filmografía de Cronenberg (véase el VHS que palpita, la secuencia simbólica en la que el personaje de Woods azota a una televisión que emula la respuesta físicamente de Deborah Harry ante el dolor, o la críptica y demencial secuencia final), cortesía de la depurada noción de impacto visual del director canadiense, aunada al virtuosismo de Mark Irwin, fotógrafo que había trabajado ya con Cronenberg en la extraordinaria The Brood.

El resultado es un thriller psicosexual digno de diseccionarse cuadro por cuadro, que se muestra como la gran joya de los primeros quince años de carrera de Cronenberg, y que durante hora y media construye, sin saberlo, un aterrador espejo en el que años después la generación del Internet se vería irremediablemente reflejada.

Death to Videodrome! Long live the new flesh!, gritamos todos una, y otra, y otra vez.

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