Producto cumbre del raciocinio, el lenguaje es una de las características que más nos distancia del resto de los animales que se arrastran por el planeta tierra. Sí, incluso el insecto más insignificante poseé un lenguaje corporal que le permite establecer relaciones entre sus compañeros, sin embargo, la complejidad asociada a la comunicación oral humana ha permitido no sólo la relación entre congéneres, sino el almacenamiento de información a través de la representación simbólica de dicho lenguaje, y con ello la capacidad de generar el abrumador avance tecnológico y social en el que ahora estamos inmersos –The limits of my language are the limits of my world, decía Wittgenstein–.
El filme, protagonizado por Grigoriy Fesenko –joven inicialmente tímido que debe adaptarse con premura al cruento ambiente que reina en el internado– y por la extraordinaria Yana Novikova –estudiante que es prostituída en interminables y laberínticos estacionamientos de trailers, y de la cual eventualmente se enamorará el protagonista dando pie a un funesto romance– carece por completo de lenguaje oral, interactuando los personajes entre sí mediante lenguaje de señas sin subtítulo alguno que pueda auxiliar al espectador en la comprensión a detalle de lo que sucede.
El experimento fílmico de Slaboshpitsky se encarga de desmitificar el aura de superioridad que el lenguaje otorga al ser humano. Ante los ojos del espectador no sordomudo, el lenguaje de señas funge como un mero adorno de los comportamientos profundamente primarios que se representan en pantalla. En The Tribe el ser humano es un primitivo animal que no sale de la representación más primaria de sus sentimientos rectores: el amor, el odio, el deseo y la venganza.
La cámara de Valentyn Vasyanovych –director ucranio que encuentra en The Tribe su primer trabajo como director de fotografía– se regodea en la crudeza del relato, construyendo mediante tomas de larga duración la atmósfera propicia para fijar, a veces desde la sorpresa y otras desde el más abyecto horror, un muestrario de secuencias de grandísima crueldad y belleza estética –véase el insoportable aborto, los silenciosos paseos por el burdel motorizado, o la terrorífica venganza del dormitorio–.
The Tribe es un filme tan extraordinario como incómodo, un espejo que nos despoja de todo el glamour racional del que no cesamos de vanagloriarnos, para exhibir toda esa animalidad que sin el adorno del lenguaje se presenta sin tapujos, sin poesía, burda, demoledora y vil. Somos todo eso que se proyecta en pantalla. Somos esa jungla penosa que llevamos dentro.