Ya ha quedado previamente establecido que la nostalgia es uno de los ejes rectores del cine moderno, sin embargo, inmersos en la era del remake, algunos cineastas han optado por explotar la sensación estética que se obtiene al ver una cinta que se evidencia envejecida y anclada en tiempos pasados. Hay un gozo –evidentemente fundado en la nostalgia de aquello que ha dejado de existir– asociado a la contemplación de modas, actitudes y nociones que han sido descartadas por el paso del tiempo. Gozo del que se derivan actividades tan maravillosas como la de sentarse –siempre con un buen trago en la mano– frente a hileras de cintas de serie B de los ochenta para recordar, entre grotescos efectos especiales y pésimas actuaciones, los peinados, las modas y la forma de hablar que cimentaban el arquetipo de lo “cool” de la época.
Turbo Kid es un esfuerzo fílmico que busca conectar precisamente con ese recuerdo de los arquetipos clásicos del cine de acción de serie B de los ochenta, aderezando su estilo con efectos especiales digitales de primera línea, muy en la tónica de lo presentado en el cortometraje viral Kung Fury pero con un guión menos demencial.
Estamos en el futuro ochentero. El año es 1997. El mundo como lo conocemos se ha convertido en un desierto tóxico habitado por tribus de humanos salvajes que se dedican a intercambiar chatarra por víveres. Un chico fanático de los cómics encuentra el disfraz de uno de sus superhéroes favoritos en el desierto, para luego descubrir que el traje trae incorporado un rayo capaz de desintegrar con lujo de tripas y gore a cuanto humano se interponga en su camino. Casualmente uno de los mercenarios más salvajes del lugar decide en ese momento secuestrar a su mejor amiga y pues… vamos… ya pueden adivinar el resto.
Dirigida por los canadienses François Simard, Anouk Whissell y Yoann-Karl Whissell, Turbo Kid es un experimento que surge del éxito que obtuvo la tercia de directores con un pequeño cortometraje de nombre T is for Turbo, que funciona como sinopsis del estilo visual y emocional del largometraje, y que permitió recaudar el dinero necesario para la producción de éste.
La trama, sencilla hasta decir basta y sin el menor giro argumental, está construida como un mero adorno que permite explotar la violencia explícita y humorística de un gran número de batallas –altamente efectivas en cuanto a dinamismo y vistosidad– que surgen como islas de entretenimiento en un océano de torpes diálogos que fracasan en su intento por generar empatía hacia los protagonistas.
Muchas tripas, mucha sangre y algo de humor son las directrices de esta película que, si bien no alcanza a explotar todas las posibilidades que se abren en su narrativa al quedarse siempre del lado más evidente y simplón del intencionado homenaje, funciona como un divertimento que hará las delicias de los fanáticos de la productora Troma o de los grandes clásicos del cine de serie B de los años ochenta.