Una de las situaciones más desgastantes con las que puede que lidiar un artista es el éxito. La creación de una obra magna implica tácitamente la necesidad de superarla, y como pocos autores deciden tomar el camino del retiro tras la publicación de algo que se antoja insuperable –recordemos la única novela de Juan Rulfo– suelen enfrascarse en una lucha desesperada contra sí mismos. Esa lucha, que centra sus esfuerzos en el intento de superar lo previamente construído, consigue su cometido en algunos casos de excepción, pero fracasa la mayor parte de las veces –recordemos la bibliografía de García Márquez tras Cien años de soledad–.
Ignoro si ese frustrante destino es el que le depara a lo que queda de la carrera del cineasta Paolo Sorrentino –director italiano que en 2013 estrenó uno de los pilares indiscutibles de la cinematografía contemporánea: La grande bellezza– lo que sí sé es que Youth no sólo es una obra inferior a su predecesora, sino que además se siente como un triste refrito del brillante análisis que Sorrentino había hecho de la vejez del millonario Jep Gambardella, convertido ahora en una especie de burdo remake desbordante de falsa intelectualidad, y diseñado para encumbrar las aspiraciones artísticas del más ramplón público hollywoodense.
Youth aborda la historia de un compositor y director de orquesta –eso sí, brillantemente interpretado por Michael Caine– que ve pasar sus días enclaustrado en un hotel suizo junto a su eterno amigo de la infancia, un director de cine que se recluye en el paridisíaco lugar para escribir la última película de su carrera. Sorrentino recurre a la misma carta que jugó dos años atrás, introduciendo una miríada de personajes –algunos más afortunados que otros– que interactuarán con el protagonista para fomentar el recuerdo de tiempos pasados, evidenciar la insoportable levedad de la vejez, y motivarlo a aceptar la oferta de la reina de Inglaterra, que le pide encarecidamente que salga de su retiro para dirigir un concierto en el que toque frente a ella las piezas que lo hicieron famoso.
Es tal vez en el primer cuarto de la cinta que todo parece funcionar a la perfección, sin embargo, conforme avanza el metraje y se vuelve evidente la declaración de intenciones de cada uno de los personajes, el filme se desbarranca en un conjunto de insensateces –véase el inicialmente extraordinario personaje de Paul Dano y su posterior caricaturización, la burda inclusión de la Miss Universo, la ridícula parábola inspiracional del monje levitador, o la melosa y horripilante cacofonía con la que Sorrentino se atreve a cerrar el filme– que poco o nada tienen que ver con la depurada sensibilidad que el director italiano había exhibido con anterioridad.
Espejo deformado de La grande bellezza, que cuando menos conserva el preciosismo visual de la cámara de Luca Bigazzi, Youth es un fracaso que plantea la triste posibilidad de que Sorrentino haya visto pasar ya su mejor momento como autor. Esperemos que yo esté equivocado y que el tiempo pruebe lo contrario.