El hombre del siglo XXI suele ser virtuoso en la condena y palurdo en el entendimiento. Ante la evidencia de una atrocidad, el homo occidentalis tiende a reaccionar con furia, y esa violencia cegadora, que lo impulsa a condenar aquello que percibe diferente, fuera de la norma, o criminal, lo imposibilita para entender las causas que originan el acto. ¡Condena! ¡Erradicación! ¡Pena de muerte! Nos gusta aplastar y enterrar los problemas ignorando, o pretendiendo ignorar, que las anomalías puntuales son escasas, y que el comportamiento atroz de un ser humano será de nuevo reproducido por otros miembros de la sociedad. Entender siempre será una solución más sensata que erradicar, pero también más complicada.
El club, el nuevo esfuerzo fílmico del cada vez más sobresaliente director chileno Pablo Larraín, se embarca en la dolorosa tarea del entendimiento, que si ya es compleja en lo tocante a actos como asesinatos, violaciones y demás atrocidades, se vuelve una tarea casi imposible al asociarse a uno de los crímenes sociales más grotescos de los que tenemos registro: la pedofilia.
En un pueblo costero perdido y diminuto de la costa chilena se alza, tras una barda de piedra y entre matorrales descuidados, una casa de muros amarillos cuyos escalones son lavados día tras día por una mujer que cuida a un grupo de hombres, la mayoría ancianos, recluidos en aislamiento perpetuo. La cárcel, disfrazada de cálido hogar, es uno de los basureros sociales donde la Iglesia chilena esconde a aquellos padres que han caído en las tentaciones de la carne, tentaciones de orden criminal y abyecto, que se purgan con cafecito matutino, copita de aguardiente al atardecer, y largos paseos por la playa.
Tras el inesperado suicidio de uno de los reclusos, Larraín introduce en la historia a su observador objetivo: un joven padre –psicólogo especialista en atrocidades clericales– que llega a la casa de retiro para investigar la muerte del sacerdote y discernir si el lugar debe o no clausurarse de una vez por todas. El proceso, temido por todos los integrantes de la diminuta comunidad, involucra la creación de perfiles psicológicos de cada uno de los padres, a través de los que Larraín expone al espectador la espeluznante cloaca del entendimiento y de la justificación de lo brutalmente criminal.
El relato, que parte del drama para aterrizar en el terror psicológico, debe su efectividad a las brillantes actuaciones de un elenco estelar –véase a Alfredo Castro como el grotesco padre Vidal, a Antonia Zegers como la mucama de la casa, y a Roberto Farías como el aterrador autista abusado– elenco que a su vez brilla por los diálogos brillantemente perfilados por Guillermo Calderón y Pablo Larraín –véase el discurso del padre Vidal sobre sus deseos y el instante en que, con mirada fúrica, declara: “la enfermedad de la mente puede curarse cuando el cuerpo revienta”–. Sin embargo, por encima de lo anterior, el filme debe su potencia a esa indescriptible atmósfera crepuscular y gris que enmarca el relato en composiciones visualmente extraordinarias –cortesía del fotógrafo Sergio Armstrong– cuya lobreguez encumbra de forma casi insoportables a esa locura infernal, y la incrementa exponencialmente conforme avanza el metraje.
Golpe seco al alma, El club es una de las cintas más brillantes que se han filmado sobre la pederastia y las parafilias derivadas de la represión sexual eclesiástica; una película que se vio penosamente opacada por el estreno supuestamente valiente pero ulteriormente mediocre de la oscarizada cinta de temática similar Spotlight –a la que supera con creces tanto narrativa como técnicamente–. Lo que sin lugar a dudas queda pantente es lo que ya intuíamos con anterioridad: Pablo Larraín está creando una de las grandes carreras a seguir en el panorama fílmico latinoamericano.