La referencialidad en una obra cinematográfica es una cualidad que muchas veces potencia la conexión del espectador con lo que ve en pantalla. Cuando se hace de forma correcta, la introducción en un filme de elementos que satiricen, expongan, o hagan referencia a otras obras de arte puede dar lugar a una experiencia evocativa entrañable –véase la extraordinaria Sunset Boulevard, de Billy Wilder–. Sin embargo, la intencionalidad evocativa de una obra puede funcionar como arma de doble filo, sobre todo en aquellas ocasiones en que la referencia se vuelve un elemento de farsa pseudointelectual que busca –desde la más vil condescendencia hacia el espectador– soltar una oleada de datos culturales cliché para que el público pueda sentirse medianamente “culto” y conecte, mediante ese falso halago, con lo que ve en pantalla –véase Midnight in Paris, de Woody Allen–.
Hail, Caesar! el filme que tras tres años de ausencia regresa a los hermanos Coen a la palestra cinematográfica, es una pieza enteramente construida a partir del placer referencial que los Coen –amos y señores tanto de la dirección como del guión de la película– han cultivado con palpable erudición en torno al devenir histórico del cine hollywoodense de los años cincuenta.
Recuento de un día particularmente complicado en la vida de un productor de Hollywood interpretado por el cada vez más interesante Josh Brolin, Hail, Caesar! arranca de forma inmejorable como delirante tour por la miríada de películas que el sufrido personaje de Brolin debe controlar: un musical protagonizado por una diva embarazada –Scarlett Johansson como copia de esa Loretta Young que ocultó su embarazo con Clark Gable–; una cinta romántica dirigida por el histriónicamente impotente actor western de moda –Alden Ehrenreich interpretando a un joven John Wayne–; un dance film en el que Channing Tatum se luce con un inolvidable homenaje marinero a Gene Kelly; y finalmente la joya de la corona: una película monumental sobre la vida de Jesucristo, protagonizada por un románico George Clooney, cuyo secuestro a mano de demoníacos comunistas fungirá como hilo conductor de toda la trama.
Por desgracia, la brillantez con la que los Coen diseccionan en clave de sátira a esa industria frenética que parió joyas como Ben-Hur y bodrios como The Conqueror, fracasa penosamente en el cierre de su línea argumental. Desesperante y triste resulta ver cómo la indiscutible brillantez de los primeros dos tercios del filme colapsa en un final que contradice cualquier atisbo de coherencia narrativa –situación que no sería problemática de haberse mantenido el sobresaliente humor referencial de la primera mitad– empantanando un planteamiento guionístico que podría haber transformado a la nueva opus de los Coen en una obra mayor.
Imposible resulta por otro lado poner objeciones al desarrollo técnico y estilístico de un filme que funciona como un amoroso estudio de todo lo que significa e involucra hacer cine; estudio que de la mano del fotógrafo Roger Deakins se convierte en una muestra incontestable de virtuosismo estético, que maravilla por su profunda obsesión por los detalles y por ese evidente rigor histórico que en ningún momento riñe con el tono siempre cómico del filme.
Una vez repasado lo visto en pantalla, y considerado todo lo que Hail, Caesar! despliega ante el espectador durante su metraje, no puede uno mas que aullar en flagrante enfado y frustración ante una pieza cinematográfica que estuvo tan cerca de ser algo maravilloso.