El Dios de los remakes habló, y en esta ocasión su dedo flamígero apuntó a la tumba de Rudyard Kipling, ese periodista nacido en Bombay, cuya estancia en la India británica implantó en su mente el germen de la celebrada colección de historias que publicó a finales del siglo XIX bajo el nombre de El libro de la selva. El Dios del remake es también el Dios del dinero, y cuando John Favreau le propuso a Disney retrabajar el guion original de su exitosa cinta musical de 1967, con la idea de filmar una adaptación fundamentada principalmente en la efectiva combinación de “efectos especiales alucinantes” y “voces de superestrellas de Hollywood”, signos de dólares aparecieron en los ojos del cadáver congelado de Walt Disney y el proyecto fue aprobado de inmediato.
Intentando aprender de los errores del filme noventero, Favreau decide cubrirse las espaldas con un reparto memorable comandado por las voces de Bill Murray, Ben Kingsley, Idris Elba, Scarlett Johansson, Lupita Nyong’o, y el siempre entrañable Christopher Walken en el papel del gigantesco orangután Louie. Por si esa lista de nombres no fuera suficiente para atraer al público, Favreau reúne un gigantesco equipo de especialistas en efectos visuales, para crear uno de los proyectos de CGI más ambiciosos de los que se tenga memoria. Prácticamente todo lo que se ve en pantalla durante las dos horas de metraje es una maravillosa falsedad en la que Mowgli, interpretado por el bastante plano Neel Sethi, brinca y corre durante dos horas frente a una pantalla verde en la que se sobreponen verdaderos portentos de la tecnología cinematográfica contemporánea –véase la extraordinaria secuencia persecutoria de King Louie o el escape de Mowgli a bordo de una manada de búfalos africanos, con quijada dislocada del público incluida– efectos que resultan de un endemoniado trabajo derivado de fotografiar centenares de locaciones como referencia, así como del desarrollo de software específicamente programado para el modelado muscular de los animales del filme.
Pero no todo es miel sobre hojuelas, ya que el vistoso envoltorio técnico que Favreau crea es infinitamente superior a la historia relatada por el guionista Justin Marks, historia que calca los rasgos psíquicos de los personajes del musical de los años sesenta, para posteriormente colocarlos en una renovada selva –tan ficticia e idealizada como la del musical, aunque se precie de no serlo– en la que Mowgli deberá combatir al malvado Shere Khan y a su régimen tiránico dentro de una narrativa que busca hablar –y fracasa– sobre la sostenibilidad del medio ambiente y la responsabilidad del hombre en la conservación de éste.
Pieza perfecta de tech-porn, The Jungle Book termina siendo uno de esos atractivos juguetes de colores vistosos, que una vez abiertos sirven para muy poco.