Tal vez una de las formas más adecuadas para definir un objeto sea la búsqueda incansable de todo aquello que lo diferencia de su entorno: la identificación de todo lo que ese objeto no es; de todas las características que no tiene; de todo lo que no se le puede atribuir. Una pelota no es un ave y no tiene sistema respiratorio, y al pensarlo nos acercamos a una definición cada vez más rigurosa de esa pelota. Sin embargo, cuando nos alejamos de lo material y entramos en el terreno de las emociones humanas, la simplicidad de ese juego definitorio se adentra en terrenos pantanosos, porque al final del día hay felicidad en la tristeza, odio en el amor, y contradicciones irresolubles en todas y cada una de las emociones que llevamos programadas en nuestro interior.
El director Andrew Haigh –a quien recordamos por la entrañable Weekend– intenta acercarse en 45 Years a una definición de lo que constituye el complejísimo entramado psicológico del amor conyugal. La tarea, que ha sido emprendida en incontables ocasiones por escritores, cineastas, psicólogos, etc. suele abordar a la pareja desde un punto de vista descriptivo, definiéndola como un promedio burdo del anecdotario de amores, celos, pasiones y odios que se viven una y otra vez en la célula social bipolar por excelencia: el matrimonio. Por fortuna, a Haigh no le interesa describir el exterior de una pareja, y su ambición como cineasta y guionista lo lleva a estudiar la estructura mental que sostiene a esos matrimonios descritos una y otra vez, para tratar de palpar parte de ese misterio incomprensible e inabarcable que nos hace compartir la vida con alguien.
Una pareja británica decide celebrar sus 45 años de matrimonio con una fiesta. Una semana antes le notifican al esposo –Tom Courtenay en clave de hombre recto pero cabrón– que la policía suiza econtró en un glaciar el cadáver de la mujer con la que años antes de su matrimonio se enfrascó en un tórrido romance. El incidente, en apariencia inocente, comienza a mermar la confianza emocional de la ahora esposa –Charlotte Rampling en la actuación más sobresaliente que vi durante el 2015– quien comenzará a cuestionar si ella es apenas un mediocre sucedáneo de aquella mujer que en la mente de su marido es símbolo de todo lo que es puro y brillante.
Psíquicamente devastador, el argumento escrito por Haigh confronta al espectador con la eterna incertidumbre del amor, encarnada en el ser amado y en los dolorosos pensamientos secretos de los esposos, que yacen encerrados bajo candados sin cerradura y que, en cierto modo, dan forma a ese amor indestructible y terrible.
El innegable talento de Haigh como escritor se ve aderezado por la modesta pero bellísima fotografía de Lol Crawley, quien divide la pantalla con inteligencia y permite que aquellos fogonazos de emoción, expresados mediante gestos mínimos, lleguen como golpes secos a la vista del espectador –véase la devastadora secuencia de las grabaciones del ático, o la verdaderamente incendiaria escena final con aquellos brazos que se levantan y caen–.
La visión que Haigh tiene sobre el matrimonio no es una de esas limitadísimas definiciones fílmicas prácticamente sacadas del diccionario Webster. Haigh define mediante atmósferas; mediante la representación de lo oculto; mediante la disección de todos esos comportamientos que no podemos explicar pero que nos definen como seres humanos; en definitiva, Haigh consigue lo que apenas un puñado de cineastas han logrado en toda la historia del cine: plasmar en una pantalla luminosa un pedazo de vida expuesta no desde la literalidad, sino desde ese misterio que subyace, latente, justo debajo ella.