Un joven estadounidense conoce a un joven mexicano. El rubio –prototipo físico y mental de los tímidos y paliduchos psicópatas púberes que se pusieron de moda tras la masacre de Columbine– se dedica a comprar armas de forma legal en su país de origen. El moreno –personaje igualmente apocado y manipulable– le compra las armas al rubio para transportarlas, en sendas camionetas con doble fondo, desde Estados Unidos hasta México. “Estaba vacía la frontera… a los gringos les vale madre”, le dice el moreno a sus patrones, mientras el güero sigue comprando sin restricción alguna un arsenal digno de una célula nada despreciable de ISIS. Considerar a México el patio trasero de Estados Unidos muchas veces pareciera un cruel eufemismo.
Gabriel Ripstein –sí, el hijo de ese otro Ripstein– conquistó el galardón a mejor ópera prima en la Berlinale con esta historia que a todas luces se fundamenta en una denuncia: existe y ha existido durante años un flagrante tráfico de armas desde Estados Unidos a México. La obviedad de la denuncia social que Ripstein busca transmitir –¿hay alguien que no la conociera de antemano?– sería de poca importancia si la forma en la que se construye el filme fuera interesante. Por desgracia esto no es así.
Ripstein divide a su ópera prima en dos partes igualmente inefectivas: una primera en la que plantea el problema y cimenta su denuncia social mediante la descripción de la metodología del traficante de armas promedio, y una segunda en la que, tras un abrupto giro narrativo, explora la relación de ¿amistad? que se genera entre un detective gringo –Tim Roth muy, pero muy planito– y nuestro apocado traficante-wannabe-inocente-bonachón, durante 600 millas de camino hacia la guarida de los malvados mercaderes de armas (no pregunten por qué).
Las dos relaciones de confianza/desconfianza y lealtad/traición que conducen el filme de Ripstein, léase güerito vs. morenito y morenito vs. detective, eliminan cualquier tipo de empatía que pueda sentir el espectador al narrarse desde la frialdad y el tedio más absolutos. Situación que queda evidenciada aún más por la conclusión de shock abrupto e inesperado –que más bien pareciera propuesta y filmada por Michel Franco– a la que el director mexicano se ve obligado, en un intento desesperado por mandar a su público a casa con algún tipo de emoción, tras encontrarse atrapado dentro de una historia que poco tiene que contar, y que en la mayor parte de su metraje va a toda velocidad hacia ninguna parte.
Sucesión de eventos ordinarios con poco o nulo interés estético, que fungen como testimonio reiterativo de una realidad que todos conocemos de sobra, 600 millas es un filme poco afortunado, cuyo nivel discursivo se reduce al de la más banal conversación de té chai latte deslactosado en el cafecito citadino de moda.