El horror pasa por buen momento. Ya sea en el mundo “real”, donde su reinado es cada vez más incontestable, o en el mundo “imaginario” de las pantallas luminosas de cine, el horror ha establecido un férreo dominio de la cultura occidental. Dejando a la realidad de lado, grandes obras fílmicas de terror se han estrenado en la segunda década del siglo XXI, encontrándose tal vez las más interesantes en la ambigua pero efectiva categoría del “cine independiente”.
Darling, la nueva obra del cineasta norteamericano Mickey Keating es un claro ejemplo de las bondades de esa nueva ola de terror independiente. Filmada en digital y con un presupuesto ínfimo, la película relata la descomposición mental de una chica anónima que recibe la encomienda de cuidar una casa antigua en las inmediaciones de Nueva York. El lugar, cuya fama de estar embrujado sale a relucir de boca de la empleadora de la protagonista, comenzará a de forma silenciosa pero persistente a dinamitar el delicado equilibrio mental de una chica que, para su desgracia, y para fortuna de los espectadores, se encuentra muy alejada de la sanidad mental.
Abrevadero de influencias estilísticas que comprenden desde Repulsion, de Polanski, hasta el cine mumblecore de Andrew Bujalski o Noah Baumbach, Darling construye su historia desde una premisa que bien podría parecer una adaptación citadina de The Shining, para inmediatamente escurrirse por renegridos derroteros mentales que se ejecutan con gran inteligencia y con una potente habilidad estética.
No hay mayor estimulante del intelecto que la necesidad, y Keating muestra su talento al subsanar las deficiencias presupuestales de la cinta con dos herramientas primordiales: un estupendo manejo de la arquitectura de la casa como personaje protagónico –situación atribuible en gran medida a la habilidad del fotógrafo Mac Fisken– y un impecable trabajo de edición, que al maridarse con la violenta banda sonora de Giona Ostinelli convierte a la degradación mental de la protagonista en una aterradora experiencia sensorial que eventualmente se transforma en un hermoso festival de perversidad y gore.
Manjar para paladares refinados, Darling no es una experiencia que busque hacer amigos en la sala de cine, sino más bien un ataque visual y auditivo deliberado contra el espectador. Keating suelta un golpe seco y artero, como aquellos clásicos de horror irrestrictos de los años setenta, pero con un poco más de cabeza e intencionalidad dramática. Sus personajes funcionan. Son bestias citadinas que hemos visto una y otra vez, pero que en las manos del director norteamericano comienzan a desfigurarse, a difuminarse siempre desde ese halo inicial de credibilidad, hasta finalmente revelarse en toda su grotesca magnificencia. Al final lo que descubrimos es que Keating quiere propinarnos un hachazo en la espalda y luego hablarnos de la soledad y de los tortuosos caminos del perdón, como si fuera el método más lógico para llegar a nuestro núcleo emocional. Lo interesante del asunto es que el método, aunque nos cueste admitirlo, funciona de maravilla.