Te prometo anarquía (2015)

Empezaré diciendo esto: ¿hay acaso una frase más evocativa y hermosa para titular una película que “te prometo anarquía”? Esas tres palabras –que de inmediato nos remiten a una esperanza caótica y a una promesa tan violenta como delicada– generan casi de forma instintiva un deseo por saber más acerca de la pieza fílmica que titulan. Mejor que cualquier trailer, el título del filme anticipa una narrativa que parte del surgimiento de un nuevo orden desde un entorno resquebrajado y moribundo, narrativa que el director mexicano Julio Hernández Cordón promete y entrega con un virtuosismo difícilmente comparable al de cualquier otro largometraje mexicano estrenado durante el 2015.

La historia de “chico rico conoce a chica pobre” se ve revitalizada a través del guión de Cordón, quien esboza los pormenores de un romance entre el primogénito de una familia adinerada –un estupendo Diego Calva en clave de mosquita muerta y mente maestra detrás de un cúmulo de negocios atípicos e ilegales– y el hijo de la señora que limpia su casa –Eduardo Eliseo Martínez como chacal seductor y engatusador, pero profundamente enamorado del joven rico–.

Intentaré no caer en el cliché de denominar a la ciudad como el tercer personaje protagónico del filme, sin embargo queda claro que Cordón inserta a sus personajes en un entorno urbano que lo seduce y al que quiere diseccionar a profundidad: un ecosistema habitado por jóvenes patinetos y poetas de poca monta, que se yerguen como una generación perdida entre pasillos de mercados ambulantes, callejones anónimos y vecindades. Una generación que espera el gran momento, la idea luminosa o el negocio infalible que habrá de sacarlos, como por arte de magia, de esa urbe fracturada a la que llaman hogar.

Es a partir de ese peculiar romance que Cordón construye un entorno citadino genuinamente atractivo y potente, entorno que se verá trastornado desde el engaño y la violencia cuando el chico rico –que se divierte regenteando un negocio de venta de sangre para deportistas que buscan evadir los controles de doping– decide hacer negocios con la gente equivocada.

El filme tiene dos secciones radicalmente dispares: en la primera –que más o menos representa dos terceras partes del filme– Cordón construye de forma minuciosa e inspirada a sus personajes y a ese entorno maravillosamente colapsado que los rodea, presentando conflictos y situaciones de gran interés. Sin embargo, conforme la cinta se acerca a su conclusión, las motivaciones de los personajes y las situaciones límite a las que se someten comienzan a salirse de los parámetros de la credibilidad, para adentrarse en terrenos caricaturescos que merman el impacto de lo que se había conseguido en un principio.

A pesar de todo, lo conseguido por Cordón no es menor, y su filme –maravillosamente fotografiado por María Secco– opaca a muchas de las cintas mexicanas que por azares del destino recibieron una distribución mucho más generosa este año, y que cosecharon premios desde la intrascendencia del lugar común. Pero bueno, bien sabemos que triunfar en el panorama cinematográfico mexicano es una combinación de suerte, talento y persistencia. Cordón, de momento, ya tiene dos de tres. Ahora que venga la suerte.

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