La simplicidad –valga el oxímoron– es uno de los retos más complejos que pueden existir para un cineasta. Esa habilidad para plantear una historia que sea capaz de replicar, al menos por un instante, alguna de las triviales sutilezas que dan forma a la vida, es una virtud reservada sólo para un puñado de creadores. En resumen: cualquiera puede manufacturar un filme multimillonario con robots mutantes que hacen estallar ciudades y planetas en orgiásticas secuencias de acción, pero muy pocos tienen la pericia para filmar una cena familiar creíble.
Green Room en apariencia no es más que un thriller de supervivencia: una banda de punk es contratada para tocar en un antro –entiéndase la peor acepción de la palabra antro– ubicado en un remoto paraje de Oregon, Estados Unidos. El lugar, enmarcado en un bosque de difícil acceso, es un reconocido punto de encuentro para punks neonazis, regenteado por un veterano de nombre Darcy –estupendo Patrick Stewart– quien a su vez funge como una especie de guía ideológico del clan ario al más puro estilo de Stacy Keach en American History X. Todo parece marchar viento en popa para los músicos invitados, hasta que son testigos de un cruel asesinato y pasan a ser rehenes del clan neonazi. La disyuntiva es clara: escapar o ser descuartizados.
Poco más hay detrás de la narrativa del filme de Saulnier, sin embargo, lo que convierte a Green Room en algo más que una película construida en torno a una sucesión de eventos violentos, es el halo de incontestable veracidad que se imprime en esos eventos que a grosso modo podrían parecer ridículos, pero que gracias a los diálogos de Saulnier y a las vertiginosas sutilezas con las que se resuelve la historia, adquieren una dimensión admirable. Vamos, Saulnier sería capaz, únicamente con la modificación de algunos diálogos, de convertir el guión de una descabellada cinta de caníbales extraterrestres mutantes en algo profundamente veraz.
A pesar de lo anterior, sería injusto cargar todas las virtudes del filme en los hombros de su director/guionista, ya que el trabajo visual del joven fotógrafo Sean Porter no sólo es sobresaliente, sino una gran parte del triunfo narrativo de la cinta, cuyo desarrollo crepuscular y nocturno implica grandes retos para la efectividad de las secuencias de acción, que mayoritariamente ocurren en un abrir y cerrar de ojos, y que Porter resuelve con notable pericia.
La efectividad del elenco, que responde sin demasiadas florituras a la dirección de Saulnier, es el broche de oro a una experiencia fílmica que ratifica al director norteamericano como una de las grandes mentes del cine independiente contemporáneo, evidenciándolo como un creador meticuloso y obsesivo, que se ha especializado en la creación de pequeños thrillers casi perfectos y engañosamente modestos. La elección creativa más compleja de todas: el perfeccionamiento de la simplicidad.