Siete años después del estreno de Fish Tank –brillante drama juvenil en el que una chica salida del más puro whitetrash británico se enfrenta a la llegada del nuevo novio de su madre– la directora inglesa Andrea Arnold se traslada a los Estados Unidos para retomar el estudio de los dramas asociados a la juventud suburbana con American Honey.
Tal vez el filme más paradigmático en cuanto a la representación visual y narrativa de las tribus urbanas norteamericanas sea Kids: la extraordinaria cinta que Harmony Korine escribió a los 18 años y que bajo la dirección de Larry Clark se convertiría en una de esas películas que moldean generaciones. Sin embargo, la visión de Arnold sobre la juventud norteamericana –aunque profundamente deudora de los Kids de Clark– se presenta como un filme que en todo momento rechaza la lágrima fácil y la deconstrucción voyeurista de la miseria, para apoyarse en la inteligencia de un guión que, aunque descarnado por momentos, equilibra a sus personajes dentro de un entorno de claroscuros que da como resultado una cualidad poco común en este tipo de cintas: la ilusión de veracidad.
Esa ilusión de veracidad no es accidental, ya que, además del sutil guión de Arnold, casi todos los actores que se ven en pantalla son jóvenes con poca o nula experiencia histriónica. Jóvenes que la directora británica cazó en playas y fiestas, y que se muestran como peces en el agua dentro de una historia que les resulta completamente familiar. Sobresaliente es por ejemplo el caso de Sasha Lane, la protagonista del filme, quien fue descubierta por Andrea Arnold en una playa de Florida durante el spring break, apenas un par de semanas antes de empezar el rodaje tras la intempestiva renuncia de la que sería la actriz principal.
Una chica que cuida y mantiene a dos niños que no son suyos ve una luz de esperanza al encontrarse en un supermercado con un clan de jóvenes comandado por Jake –Shia LaBeouf demostrando que a pesar de sus desplantes puede ser un estupendo actor– y Kristal –Riley Keough en su primer gran papel– cuyo oficio es vender suscripciones a revistas que nadie quiere comprar, utilizando como única arma la manipulación sentimental de los incautos que encuentran por las calles.
Dejando a los dos niños y a su novio alcohólico/abusador detrás, el personaje de Sasha Lane se incorpora al eterno roadtrip del atípico clan de vendedores, permitiéndole a Arnold hacer un retrato extraordinario de la composición socioeconómica de los Estados Unidos: ese país que se ve a sí mismo como la primera economía del mundo, pero que en sus entrañas oculta un sistema social profundamente clasista, en donde colisionan la pobreza más elemental con la riqueza más desproporcionada, y al que el grupo de adolescentes del filme se incorpora como un cardumen de rémoras amorales capaces de alimentarse de ricos y pobres por igual.
Protagonista indiscutible de este festival de claroscuros vitales resulta la cámara de Robbie Ryan, que deja de lado las florituras visuales con las que se lució en Slow West, para volver al estilo naturalista que desarrolló de la mano de Arnold en Fish Tank, valiéndose de una relación de aspecto 1.37:1, de mucha luz natural, y de una dinámica cámara en mano que danza por todos los lugares imaginables, hipnotizando al espectador –las casi tres horas de metraje se van como agua– y componiendo, dentro de esa caótica danza visual, momentos de extraordinaria belleza que parten de un naturalismo estéticamente tosco y terminan sublimándose gracias al talento de Ryan –véase la secuencia masturbatoria en el campo petrolero, o el encuentro amoroso en el prado, o la renegrida e irredenta secuencia de la losers night–.
Filme esperanzador a pesar de que su narrativa se ancla en la más completa irredención, American Honey es una pieza de cine notable que recoloca a Andrea Arnold como una de las directoras más talentosas de su generación, y como una hábil diseccionadora de los mecanismos amorales que balancean la felicidad de unos con la miseria de otros, en esa perfecta y grotesca máquina a la que llamamos sociedad.