Formalmente, el album visual de Beyoncé es una sentida respuesta a las infidelidades de su marido, y un recorrido narrativo que a través de once pequeños capítulos –intuition, denial, anger, apathy, emptiness, accountability, reformation, forgiveness, resurrection, hope y redemption– aborda los diferentes estadíos psíquicos de la cantautora en torno a su proceso de duelo y finalmente de aceptación/redención. Sin embargo, conceptualmente el filme es mucho más que eso.
Estructurado en torno a fragmentos de canciones que se ligan entre sí con puentes líricos extraídos de la potente poesía de la escritora británica-somalí Warsan Shire, Lemonade es un manifiesto semióticamente complejísimo, que surge de lo particular (la infidelidad puntual de Jay-Z) para luego adentrarse en la inasible complejidad detrás del contexto histórico que ha conducido a las mujeres afroamericanas al lugar que ocupan en la sociedad del siglo XXI.
Doblemente vulnerables, las mujeres de la minoría étnica afroamericana toman el estrado de Lemonade a través de una impactante narrativa de empoderamiento que, alejada de los clichés moralistas simplones en los que suelen muchas veces caer los productos pop que se asumen serios o solemnes, decodifica un sinfín de conflictos asociados a la negritud, con una versatilidad de rangos que van desde sutilezas como la forma en la que una pareja construye su intimidad, hasta manifestaciones que aterrizan de lleno en terrenos de la teoría de género y su relación con el orden político y social imperante.
Momentos de desbordante poderío visual se suceden unos a otros en un maremagnum simbólico de abrumadora belleza: véase la hipnótica danza de Serena Williams proclamando un nuevo código de apreciación de la corporeidad negra, con una fuerza y una intencionalidad que no se veía desde los, hasta cierto punto antagónicos, Nuba de Leni Riefenstahl; véase la marcha gozosa/destructiva de Beyoncé, vandalizando autos y mobiliario urbano por las calles de Nueva Orleans, en clara apropiación del videoperformance Ever is Over All, de la artista suiza de vanguardia Pipilotti Rist; véase la bellísima secuencia del autobús, con un maridaje estético entre lo post apocalíptico y la negritud africana más arcaica; véase a las madres de Michael Brown y Trayvon Martin sostener las fotos de sus hijos junto a tantas otras madres, esposas y hermanas de hombres victimizados por la brutalidad policíaca; véase a la espectacular bailarina de ballet Michaela DePrince danzar en un estrado, frente a un cúmulo de destacadas artistas afroamericanas jóvenes, vestidas en moda sureña, recordando sus raíces y conscientes de que ellas también serán raíces de lo que está por venir; véase a Beyoncé en clave de esposa, madre, hija, feminista, africana, estadounidense, sureña, pero sobre todo en clave de medium, asumiéndose como el vehículo portador de un mensaje que no es de ella sino de un colectivo enorme, que se intuye como un coloso inarticulado que apenas comienza a ejercitar el control de sus extremidades.
Es al final de esa grandilocuente parábola que Beyoncé abandona su papel de medium y regresa durante un par de minutos al inicio, a lo particular, a lo más íntimo. El espectador yace ahí, desarmado. Es justo ahí cuando termino de percibir mi incapacidad para comprender todo lo que acabo de presenciar. Me supera. Mi condición masculina y blanca me imposibilita la conexión absoluta con una obra que no me habla a mí, sino a aquellas mujeres que saben lo que es vivir en un barrio insertado en la negritud más orgullosa. Lo único que puedo hacer es intentar decodificar aquello y fracasar. No me importa, aún así me siento conmovido. Siento que he presenciado algo importante. Y tal vez ese sea el papel del arte: devastarnos en formas que ni siquiera podemos comenzar a describir.